jueves, 23 de julio de 2009

Relatos y Leyendas

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El Club De Los Martes

aymond West lanzó una bocanada de humo y repitió las palabras con una especie de deliberado y consciente placer: «Misterios sin resolver». Miró satisfecho a su alrededor. La habitación era antigua, con amplias vigas oscuras que cruzaban el techo, y estaba amueblada con muebles de buena calidad muy adecuados a ella. De ahí la mirada aprobadora de Raymond West. Era escritor de profesión y le gustaba que el ambiente fuera evocador. La casa de su tía Jane siempre le había parecido un marco muy adecuado para su personalidad. Miró a través de la habitación hacia donde se encontraba ella, sentada, muy tiesa, en un gran sillón de orejas. Miss Marple vestía un traje de brocado negro, de cuerpo muy ajustado en la cintura, con una pechera blanca de encaje holandés de Mechlin. Llevaba puestos mitones también de encaje negro y un gorrito de puntilla negra recogía sus sedosos cabellos blancos. Tejía algo blanco y suave, y sus claros ojos azules, amables y benevolentes, contemplaban con placer a su sobrino y los invitados de su sobrino.

Se detuvieron primero en el propio Raymond, tan satisfecho de sí mismo. Luego en Joyce Lempriére, la artista, de espesos cabellos negros y extraños ojos verdosos, y en sir Henry Clithering, el gran hombre de mundo. Había otras dos personas más en la habitación: el doctor Pender, el anciano clérigo de la parroquia; y Mr. Petherick, abogado, un enjuto hombrecillo que usaba gafas, aunque miraba por encima y no a través de los cristales. Miss Marple dedicó un momento de atención a cada una de estas personas y luego volvió a su labor con una dulce sonrisa en los labios. Mr. Petherick lanzó la tosecilla seca que precedía siempre sus comentarios.

–¿Qué es lo que has dicho, Raymond? ¿Misterios sin resolver? ¿Y a qué viene eso?

–A nada en concreto –replicó Joyce Lempriére–. A Raymond le gusta el sonido de esas palabras y decírselas a sí mismo.

Raymond West le dirigió una mirada de reproche que le hizo echar la cabeza hacia atrás y soltar una carcajada.

–Es un embustero, ¿verdad, miss Marple? –preguntó Joyce–. Estoy segura de que usted lo sabe.

Miss Marple sonrió amablemente, pero no respondió.

–La vida misma es un misterio sin resolver –sentenció el clérigo en tono grave.

Raymond se incorporó en su silla y arrojó su cigarrillo al fuego con ademán impulsivo.

–No es eso lo que he querido decir. No hablaba de filosofía –dijo–. Pensaba sólo en hechos meramente prosaicos, cosas que han sucedido y que nadie ha sabido explicar.

–Sé a qué te refieres, querido –contestó miss Marple–. Por ejemplo, miss Carruthers tuvo una experiencia muy extraña ayer por la mañana. Compró medio kilo de camarones en la tienda de Elliot. Luego fue a un par de tiendas más y, cuando llegó a su casa, descubrió que no tenía los camarones. Volvió a los dos establecimientos que había visitado antes, pero los camarones habían desaparecido. A mí eso me parece muy curioso.

–Una historia bien extraña –dijo sir Henry en tono grave.

–Claro que hay toda clase de posibles explicaciones –replicó miss Marple con las mejillas sonrojadas por la excitación–. Por ejemplo, cualquiera pudo...

–Mi querida tía –la interrumpió Raymond West con cierto regocijo–, no me refiero a esa clase de incidentes pueblerinos. Pensaba en crímenes y desapariciones, en esa clase de cosas de las que podría hablarnos largo y tendido sir Henry si quisiera.

–Pero yo nunca hablo de mi trabajo –respondió sir Henry con modestia–. No, nunca hablo de mi trabajo.

Sir Henry Clithering había sido hasta muy recientemente comisionado de Scotland Yard.

–Supongo que hay muchos crímenes y delitos que la policía nunca logra esclarecer –dijo Joyce Lempriére.

–Creo que es un hecho admitido –dijo Mr. Petherick.

–Me pregunto qué clase de cerebro puede enfrentarse con más éxito a un misterio –dijo Raymond West–. Siempre he pensado que el policía corriente debe tener el lastre de su falta de imaginación.

–Esa es la opinión de los profanos –replicó sir Henry con sequedad.

–Si realmente quiere una buena ayuda –dijo Joyce con una sonrisa–, parapsicología e imaginación, acuda al escritor

Y dedicó una irónica inclinación de cabeza a Raymond, que permaneció serio.

–El arte de escribir nos proporciona una visión interior de la naturaleza humana –agregó en tono grave–. Y tal vez el escritor ve detalles que le pasarían por alto a una persona normal.

–Ya sé, querido –intervino miss Marple–, que tus libros son muy interesantes, pero, ¿tú crees que la gente es en realidad tan poco agradable como tú la pintas?

–Mi querida tía –contestó Raymond con amabilidad–, quédate con tus ideas y que no permita el cielo que yo las destroce en ningún sentido.

–Quiero decir –continuó miss Marple frunciendo un poco el entrecejo al contar los puntos de su labor– que a mí muchas personas no me parecen ni buenas ni malas, si no sencillamente muy tontas.

Mr. Petherick volvió a lanzar su tosecilla seca.

–¿No te parece, Raymond –dijo–, que das dernasiada importancia a la imaginación? La imaginación es algo muy peligroso y los abogados lo sabemos demasiado bien. Ser capaz de examinar las pruebas con imparcialidad y de considerar los hechos sólo como factores, me parece el único método lógico de llegar a la verdad. Y debo añadir que, por experiencia, sé que es el único que da resultado.

–¡Bah! –exclamó Joyce echando hacia atrás sus cabellos negros de una forma indignante–. Apuesto a que podría ganarles a todos en este juego. No sólo soy mujer (y digan lo que digan, las mujeres poseemos una intuición que les ha sido negada a los hombres), sino además artista. Veo cosas en las que ustedes jamás repararían. Y, como artista, también he tropezado con toda clase de personas. Conozco la vida como no es posible que la haya conocido nuestra querida miss Marple.

–No estoy segura, querida –replicó miss Marple–. Algunas veces, en los pueblos ocurren cosas muy dolorosas y terribles.

–¿Puedo hablar? –preguntó el doctor Pender con una sonrisa–. No se me oculta que hoy en día está de moda desacreditar al clero, pero nosotros oímos cosas que nos permiten conocer un aspecto del carácter humano que es un libro cerrado para el mundo exterior.

–Bien -dijo Joyce–, parece que formamos un bonito grupo representativo. ¿Qué les parece si formásemos un club? ¿Qué día es hoy? ¿Martes? Le llamaremos el Club de los Martes. Nos reuniremos cada semana y cada uno de nosotros por turno deberá exponer un problema o algún misterio que cada uno conozca personalmente y del que, desde luego. sepa la solución. Dejadme ver cuántos somos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. En realidad, tendríamos que ser seis.

–Te has olvidado de mí, querida –dijo miss Marple con una sonrisa radiante.

Joyce quedó ligeramente sorprendidas pero se rehízo en seguida.

–Sería magnífico miss Marple –le dijo–. No pensé que le gustaría participar en esto.

–Creo que será muy interesante –replicó miss Marple–, especialmente estando presentes tantos caballeros inteligentes. Me temo que yo no soy muy lista pero, haber vivido todos estos años en St. Mary Mead, me ha dado cierta visión de la naturaleza humana.

–Estoy seguro de que su cooperación será muy valiosa –dijo sir Henry con toda cortesía.

–¿Quién será el primero?

–Creo que no hay la menor duda en cuanto a eso –replicó el doctor Pender–, puesto que tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros con un hombre tan distinguido como sir Henry.

Dejó la frase sin acabar, mientras hacía una cortés inclinación hacia sir Henry. El aludido guardó silencio unos instantes y, al fin, con un suspiro y cruzando las piernas, comenzó:

–Me resulta un poco difícil escoger al tipo de historia que ustedes desean oír, pero creo que conozco un ejemplo que cumple muy bien los requisitos exigidos. Es posible que hayan leído algún comentario acerca de este caso en los periódicos del año pasado. Entonces se archivó como un misterio sin resolver, pero da la casualidad de que la solución llegó a mis manos no hace muchos días.
»Los hechos son bien sencillos. Tres personas se reunieron para una cena que consistía, entre otras cosas, de langosta enlatada. Más tarde aquella noche, los tres se sintieron indispuestos y se llamó apresuradamente a un médico. Dos de ellos se restablecieron y el tercero falleció.

–¡Ah! –dijo Raymond en tono aprobador.

–Como digo, los hechos fueron muy sencillos. Su muerte fue atribuida a envenenamiento por alimentos en mal estado, se extendió el certificado correspondiente y la víctima fue enterrada. Pero las cosas no acabaron ahí.

Miss Marple asintió.

–Supongo que empezarían las habladurías, como suele ocurrir.

–Y ahora debo describirles a los actores de este pequeño drama. Llamaré al marido y a la esposa, Mr. y Mrs. Jones, y a la señorita de compañía de la esposa, miss Clark. Mr. Jones era viajante de una casa de productos químicos. Un hombre atractivo en cierto modo, jovial y de unos cuarenta años. Su esposa era una mujer bastante corriente, de unos cuarenta y cinco años, y la señorita de compañía, miss Clark, una mujer de sesenta, gruesa y alegre, de rostro rubicundo y resplandeciente. No podemos decir de ninguno de ellos que resultara una personalidad muy interesante.

«Ahora bien, las complicaciones comenzaron de modo muy curioso. Mr. Jones había pasado la noche anterior en un hotelito de Birmingham. Dio la casualidad de que aquel día habían cambiado el papel secante, que por lo tanto estaba nuevo, y la camarera, que al parecer no tenía otra cosa mejor que hacer, se entretuvo en colocarlo ante un espejo después de que Mr. Jones escribiera unas cartas. Pocos días más tarde, al aparecer en los periódicos la noticia de la muerte de Mrs. Jones como consecuencia de haber ingerido langosta en mal estado, la camarera hizo partícipes a sus compañeros de trabajo de las palabras que había descifrado en el papel secante: «Depende enteramente de mi esposa... cuando haya muerto yo haré...cientos de miles...»

»Recordarán ustedes que no hace mucho tiempo hubo un caso en el que la esposa fue envenenada por su marido. No se necesitó mucho más para exaltar la imaginación de la camarera del hotel. ¡Mr. Jones había planeado deshacerse de su esposa para heredar cientos de miles de libras! Por casualidad, una de las camareras tenía unos parientes en la pequeña población donde residían los Jones. Les escribió y ellos contestaron que Mr. Jones, al parecer, se había mostrado muy atento con la hija del médico de la localidad, una hermosa joven de treinta y tres años, y empezó el escándalo. Se solicitó una revisión del caso al ministerio del Interior y en Scotland Yard se recibieron numerosas cartas anónimas acusando a Mr. Jones de haber asesinado a su esposa. Debo confesar que ni por un momento sospechamos que se tratase de algo más que de las habladurías y chismorreos de la gente del pueblo. Sin embargo, para tranquilizar a la opinión pública se ordenó la exhumación del cadáver. Fue uno de esos casos de superstición popular basada en nada sólido y que resultó sorprendentemente justificado. La autopsia dio como resultado el hallazgo del arsénico suficiente para dejar bien sentado que la difunta señora había muerto envenenada por esta sustancia. Y en manos de Scotland Yard, junto con las autoridades locales, quedó el descubrir cómo le había sido administrada y por quién.

–¡Ah! –exclamó Joyce–. Me gusta. Esto sí que es bueno.

–Naturalmente, las sospechas recayeron en el marido. Él se beneficiaba de la muerte de su esposa. No con los cientos de miles que románticamente imaginaba la doncella del hotel, pero sí con la buena suma de ocho mil libras. El no tenía dinero propio, aparte del que ganaba, y era un hombre de costumbres un tanto extravagantes y al que le gustaba frecuentar la compañía femenina. Investigamos con toda la delicadeza posible sus relaciones con la hija del médico, pero, aunque al parecer había habido una buena amistad entre ellos tiempo atrás, habían roto bruscamente unos dos meses antes y desde entonces no parecía que se hubieran visto. El propio médico, un anciano íntegro y de carácter bonachón, quedó aturdido por el resultado de la autopsia. Le habían llamado a eso de la medianoche para atender a los tres intoxicados. Al momento comprendió la gravedad de Mrs. Jones y envió a buscar a su dispensario unas píldoras de opio para calmarle el dolor. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, la señora falleció, aunque ni por un momento sospechó que se tratara de algo anormal. Estaba convencido de que su muerte fue debida a alguna forma de botulismo. La cena de aquella noche había consistido básicamente en langosta enlatada con ensalada, pastel y pan con queso. Lamentablemente, no quedaron restos de la langosta: se la comieron toda y tiraron la lata. Interrogó a la doncella, Gladys Linch, que estaba llorosa y muy agitada, y que a cada momento se apartaba de la cuestión, pero declaró una y otra vez que la lata no estaba hinchada y que la langosta le había parecido en magníficas condiciones.

»Éstos eran los hechos en los que debíamos basarnos. Si Jones había administrado subrepticiamente arsénico a su esposa, parecía evidente que no pudo hacerlo con los alimentos que tomaron en la cena, puesto que las tres personas comieron lo mismo. Y también hay otra cosa: el propio Jones había regresado de Birmingham en el preciso momento en que la cena era servida, de modo que no tuvo oportunidad de alterar ninguno de los alimentos de antemano.

–¿Y qué me dice de la señorita de compañía de la esposa? –preguntó Joyce–. La mujer gruesa de rostro alegre.

Sir Henry asintió.

–No nos olvidamos de miss Clark, se lo aseguro.

Pero nos parecieron dudosos los motivos que pudiera tener para cometer el crimen. Mrs. Jones no le dejó nada en absoluto y, como resultado de la muerte de su patrona, tuvo que buscarse otra colocación.

–Eso parece eliminarla –replicó Joyce pensativa.

–Uno de mis inspectores pronto descubrió un dato muy significativo –prosiguió sir Henry–. Aquella noche, después de cenar, Mr. Jones bajó a la cocina y pidió un tazón de harina de maíz para su esposa que se había quejado de que no se encontraba bien. Esperó en la cocina hasta que Gladys Linch lo hubo preparado y luego él mismo lo llevó a la habitación de su esposa. Esto, admito, pareció cerrar el caso.

El abogado asintió.

–Móvil –dijo uniendo las puntas de sus dedos–. Oportunidad. Y además, como viajante de una casa de productos químicos, fácil acceso al veneno.

–Y era un hombre de moral un tanto endeble –agregó el clérigo.

Raymond West miraba fijamente asir Henry.

–Hay algún gazapo en todo esto –dijo–. ¿Por qué no lo detuvieron?

Sir Henry sonrió con pesar.

–Esa es la parte desgraciada de este asunto. Hasta aquí todo había ido sobre ruedas, pero ahora llegamos a las dificultades. Jones no fue detenido porque, al interrogar a miss Clark, nos dijo que el tazón de harina de maíz no se lo tomó Mrs. Jones sino ella. Sí, parece ser que acudió a su habitación como tenía por costumbre. La encontró sentada en la cama y a su lado estaba el tazón de harina de maíz.

–No me encuentro nada bien, Milly –le dijo–. Me está bien empleado por comer langosta por la noche. Le he pedido a Albert que me trajera un tazón de harina de maíz, pero ahora no me apetece.

–Es una lástima –comentó miss Clark–, está muy bien hecho, sin grumos. Gladys es realmente una buena cocinera. Hoy en día hay muy pocas chicas que sepan preparar una taza de harina de maíz como es debido. Le confieso que a mí me gusta mucho, y estoy hambrienta.

–Creí que continuabas con tus tonterías –le dijo Mrs. Jones.

»Debo explicar –aclaró sir Henry– que miss Clark, alarmada por su constante aumento de peso, estaba siguiendo lo que vulgarmente se conoce como «una dieta».te conviene, Milly, de veras –le había dicho Mrs. Jones–. Si Dios te ha hecho gruesa, es que tienes que serlo. Tómate esa harina de maíz, que te sentará de primera.

»Y acto seguido, miss Clarkse puso a ello y se acabó el tazón. De modo que ya ven ustedes, nuestra acusación contra el marido quedó hecha trizas. Al pedirle una explicación de las palabras que aparecieron en el papel secante, Jones nos la dio en seguida. La carta, explicó, era la respuesta a una que le había escrito su hermano desde Australia pidiéndole dinero. Y él le contestó diciendo que dependía enteramente de su esposa y que hasta que ella muriera no podría disponer de dinero. Lamentaba su imposibilidad de ayudarle de momento,pero le hacía observar que en el mundo existen cientos de miles de personas que pasan los mismos apuros.

–¿Y el caso se vino abajo? –comentó el doctor Pender.

–Y el caso se vino abajo –repitió sir Henry en tono grave–. No podíamos correr el riesgo de detener a Jones sin tener algo en que apoyarnos.
Hubo un silencio y al cabo Joyce dijo:

–Y eso es todo, ¿no es cierto?

–Así es como quedó el caso durante todo el año pasado. La verdadera solución está ahora en manos de Scotland Yard y probablemente dentro de dos o tres días podrán leerla en los periódicos.

–La verdadera solución –exclamó Joyce pensativa–. Quisiera saber... Pensemos todos por espacio de cinco minutos y luego hablemos.
Raymond West asintió al tiempo que consultaba su reloj. Cuando hubieron transcurrido los cinco minutos, miró al doctor Pender.

–¿Quiere ser usted el primero en hablar? –le preguntó.

El anciano meneó la cabeza.

–Confieso –dijo– que estoy completamente despistado. No puedo dejar de pensar que el esposo tiene que ser el culpable de alguna manera, pero no me es posible imaginar cómo lo hizo. Sólo sugiero que debió de administrarle el veneno por algún medio que aún no ha sido descubierto, aunque, si es así, no comprendo cómo puede haber salido a la luz después de tanto tiempo.

–¿Joyce?

–¡La señorita de compañía de la esposa! –contestó Joyce decidida–. ¡Desde luego! ¿Cómo sabemos que no tuvo motivos para hacerlo? Que fuese vieja y gorda no quiere decir que no estuviera enamorada de Jones. Podía haber odiado a la esposa por cualquier otra razón. Piensen lo que representa ser una acompañante, tener que mostrarse siempre amable, estar de acuerdo siempre y tragárselo todo. Un día, no pudo resistirlo más y se decidió a matarla. Probablemente puso el arsénico en el tazón de harina de maíz y toda esa historia de que se lo comió sea mentira.

–¿Mr. Petherick?

El abogado unió las yemas de los dedos con aire profesional.

–Apenas tengo nada que decir. Basándome en los hechos no sabría qué opinar.

–Pero tiene que hacerlo, Mr. Petherick –dijo la joven–. No puede reservarse su opinión, alegando prejuicios legales. Tiene que participar en el juego.

–Considerando los hechos –dijo Mr.Petherick–, no hay nada que decir. En mi opinión particular y habiendo visto, por desgracia, demasiados casos de esta clase, creo que el esposo es culpable. La única explicación que se me ocurre es que miss Clark lo encubrió deliberadamente por algún motivo. Pudo haber algún arreglo económico entre ellos. Es posible que él creyera que iba a resultar sospechoso y ella, viendo ante sí un futuro lleno de pobreza, tal vez se avino a contar la historia de la harina de maíz a cambio de una suma importante que recibiría en privado. Si éste es el caso, desde luego es de lo más irregular.

–No estoy de acuerdo con ninguno de ustedes –dijo Raymond–. Han olvidado ustedes un factor muy importante de este caso: la hija del médico. Voy a darles mi visión de los hechos. La langosta estaba en mal estado, de ahí los síntomas de envenenamiento. Se manda llamar al doctor, que encuentra a Mrs. Jones, que ha comido más langosta que los demás, presa de grandes dolores y manda a buscar comprimidos de opio tal como nos dijo. No va él en persona, sino que envía a buscarlas. ¿Quién entrega los comprimidos al mensajero? Sin duda su hija. Está enamorada de
Jones y en aquel momento se despiertan todos los malos instintos de su naturaleza y le hacen comprender que tiene en sus manos el medio de conseguir su libertad. Los comprimidos que envía contienen arsénico blanco. Esta es mi solución.

–Y ahora, cuéntenos el verdadero desenlace, sir Heniy –exclamó Joyce con ansiedad.

–Un momento –dijo sir Henry–, todavía no ha hablado miss Marple.

Miss Marple tan sólo movía la cabeza tristemente.

–Vaya, vaya –dijo–, se me ha escapado otro punto. Estaba tan entusiasmada escuchando la historia. Un caso triste, sí, muy triste. Me recuerda al viejo Hargraves, que vivía en Mount. Su esposa nunca tuvo la menor sospecha hasta que, al morir, dejó todo su dinero a una mujer con la que había estado viviendo, y con la que tenía cinco hijos. En otro tiempo había sido su doncella. Era una chica tan agradable, decía siempre Mrs. Hargraves, no tenía que preocuparse de que diera la vuelta a los colchones cada día, siempre lo hacía, excepto los viernes, por supuesto. Y ahí tienen al viejo Hargraves, que le puso una casa a esa mujer en la población vecina y continuó siendo sacristán y pasando la bandeja cada domingo.

–Mi querida tía Jane –dijo Raymond con cierta impaciencia–. ¿Qué tiene que ver el desaparecido Hargraves con este caso?

–Esta historia me lo recordó en seguida –dijo miss Marple–. Los hechos son tan parecidos, ¿no es cierto? Supongo que la pobre chica ha confesado ya y por eso sabe usted la solución, sir Henry.

–¿Qué chica? –preguntó Raymond–. Mi querida tía, ¿de qué estás hablando?

–De esa pobre chica, Gladys Linch, por supuesto.La que se puso tan nerviosa cuando habló con el doctor, y bien podía estarlo la pobrecilla .Espero que ahorquen al malvado Jones por haber convertido en una asesinaa esa pobre muchacha. Supongo que a ella también la ahorcarán, pobrecilla.

–Creo, miss Marple, que está usted equivocada –comenzó a decir Mr. Petherick entre titubeos.

Pero miss Marple meneó lacabeza con obstinación, y miró de hito en hito a sir Henry.

–¿Estoy en lo cierto o no? Yo lo veo muy claro. Los cientos de miles, el pastel... quiero decir que no puede pasarse por alto.

–¿Qué es eso del pastel y de los cientos de miles? –exclamó Raymond.

Su tía se volvió hacia él.

–Las cocineras casi siempre ponen «cientos de miles» en los pasteles, querido –le dijo–.Son esos azucarillos rosas y blancos. Desde luego, cuando oí que habían tomado pastel para cenar y que el marido se había referido en una carta a cientos de miles, relacioné ambas cosas. Allí es donde estaba el arsénico, en los cientos de miles. Se lo entregó a la muchacha y le dijo que lo pusiera en el pastel.

–¡Pero eso es imposible! –replicó Joyce vivamente–. Todos lo tomaron.

–¡Oh, no! –dijo miss Marple–.Recuerde que la compañera de Mrs. Jones estaba haciendo régimen para adelgazar. Nunca se come pastel, si una está a dieta. Y supongo que Jones se limitaría a separar los «cientos de miles» de su ración poniéndolos a un lado en el plato. Fue una idea inteligente, aunque muy malvada.

Los ojos de todos estaban fijos en sir Henry.

–Es curioso –dijo despacio–, pero da la casualidad de que miss Marple ha dado con la solución. Jones había metido a Gladys Linch en un serio problema, tal como se dice vulgarmente, y ella estaba desesperada. El deseaba librarse de su esposa y prometió a Gladys casarse con ella cuando su mujer muriese. El consiguió los «cientos de miles» y se los entregó a ella con instrucciones para su uso. Gladys Linch falleció hace una semana. Su hijo murió al nacer y Jones la había abandonado por otra mujer. Cuando agonizaba, confesó la verdad.

Hubo unos instantes de silencio y luego Raymond dijo:

–Bueno, tía Jane, esta vez has ganado. No entiendo cómo has adivinado la verdad. Nunca hubiera pensado que la doncella tuviera nada que ver con el caso.

–No, querido –replicó miss Marple–, pero tú no sabes de la vida tanto como yo. Un hombre como Jones, rudo y jovial. Tan pronto como supe que había una chica bonita en la casa me convencí de que no la dejaría en paz. Todo esto son cosas muy penosas y no demasiado agradables de comentar. No puedes imaginarte el golpe que fue para Mrs. Hargraves y la sorpresa que causó en el pueblo.

La Última Orden

s habla el presidente. El hecho de que estéis oyendo este mensaje significa que ya he muerto y que nuestro país ha sido destruido. Pero vosotros sois soldados... sois los más adiestrados de toda nuestra historia. Vosotros sabéis obedecer órdenes. Ahora tenéis que obedecer la más dura que jamás habéis recibido...

–¿Dura? Pensó el primer oficial de radar amargamente. No; ahora sería fácil, dado que habían visto la tierra que amaban abrasada por el fuego de multitud de soles.

Ya no cabían las vacilaciones ni los escrúpulos de que la venganza de los dioses cayera igualmente sobre inocentes y culpables. Pero, ¿por qué, por qué se había dejado para tan tarde?

...Sabéis con qué propósito se os designó girar en una órbita secreta al otro lado de la Luna. Consciente de vuestra existencia, pero sin poder estar nunca seguro de vuestra situación, el agresor dudaría en lanzar un ataque contra nosotros.

Vosotros estabais destinados a ser la suprema fuerza disuasoria fuera del alcance de las bombas sísmicas que podían triturar los misíles enterrados en los silos y aplastar los submarinos nucleares que merodeaban por el lecho marino. Aún quedabais vosotros para replicar, en caso de que todas las demás armas nuestras fueran destruidas...

Como lo han sido, se dijo el capitán. Había visto apagarse las luces una a una en el cuadro de operaciones, hasta que no quedó una sola. Muchos, quizá, habían cumplido con su deber; de no ser así, no tardaría él en completar la misión que hubieran dejado a medias. Nada de lo que hubiera resistido el primer contraataque sobreviviría después del golpe que se disponía a dar él.

–...Sólo por accidente o por un acto de locura podía empezarse la guerra, ante la amenaza que vosotros representabais. Esa ha sido la teoría en la que hemos apostado nuestras vidas, y ahora, por razones que nunca sabremos, hemos perdido la partida...

El jefe astrónomo dejó vagar su mirada por el pequeño portillo que tenía a un lado, en el cuarto de control central. Sí; desde luego que habían perdido. Allí estaba la Tierra, suspendida en un espléndido creciente plateado, recortándose sobre un fondo de estrellas. A primera vista, nada parecía haber cambiado; pero si se miraba por segunda vez, se veía que no era así... porque su lado nocturno no estaba completamente a oscuras.

Punteando su superficie, brillando como una fosforescencia maligna, se elevaban los mares llameantes de lo que habían sido las ciudades. No eran muchos ahora, porque quedaban pocas sin arder.

La voz familiar seguía hablando todavía desde el otro lado de la tumba. ¿Cuánto haría, se preguntaba el oficial de transmisiones, que se había grabado este mensaje? ¿Y qué otras órdenes selladas contendría la computadora superhumana del fuerte, que ya no escucharían jamás porque se referían a situaciones militares que no se podían volver a suscitar?

Hizo retornar su espíritu de los mundos que podían haber sido para enfrentarlo con la aterradora y aún inimaginable realidad.

–...Si hubiéramos sido derrotados, pero no destruidos, habríamos podido utilizaros como elemento de negociación. Ahora, hasta esa pobre esperanza se ha perdido... y con ella se ha perdido también el último fin por el que habéis sido destinados aquí, en el espacio.

–¿Qué quiere decir?, –pensó el oficial de armamento–. Evidentemente, era ahora cuando había llegado el momento de su destino. Los millones que habían muerto, los millones que deseaban haber muerto... todos serían vengados cuando los negros cilindros de las bombas gigantón cayeran en espiral sobre la Tierra.

Casi pareció que el hombre que ahora había regresado al polvo había leído sus pensamientos.

–...Os preguntareis por qué, ahora que ha sucedido todo esto, no os he dado orden de contraatacar. Os lo voy a decir. Ahora ya es demasiado tarde. La fuerza disuasoria ha fallado. Nuestra patria ya no existe, y la venganza no puede devolver la vida a los muertos. Ahora que ha sido destruida media humanidad, destruir la otra mitad sería una locura impropia de seres inteligentes. Las disputas que nos dividían hace veinticuatro horas ya no tienen ningún sentido. En la medida en que lo permitan vuestros corazones, debéis olvidar el pasado. Vosotros tenéis técnicas y conocimientos que necesitará desesperadamente el planeta destrozado. Utilizad las dos cosas sin escatimar esfuerzo, sin amargura, con el fin de reconstruir el mundo. Os previne que vuestra misión sería difícil, pero ésta es mi última orden. Lanzareis vuestras bombas al espacio y las haréis estallar a diez millones de kilómetros de la Tierra. Esto demostrará a nuestro antiguo enemigo, que está recibiendo también este mensaje, que habéis renunciado a vuestras armas. Luego tendréis una cosa más que hacer. Hombres del Fuerte Lenin, el presidente del Soviet Supremo os desea buena suerte y os ordena que os pongáis a la disposición de los Estados Unidos.

El Gato Negro

i espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les parecerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una serie normal de causas y de efectos naturalísimos.

La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede producir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.

Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agradable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato.

Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos negros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo.

Plutón —se llamaba así el gato— era mi predilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle.

Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi temperamento —me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una alteración radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Naturalmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afecto, se cruzaban en mi camino. Pero iba secuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, naturalmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter.

Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demoníaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pareció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, deliberadamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un sentimiento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumirme en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción.

Curó entre tanto el gato lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, es cierto, un aspecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproximaba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anteriormente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caída final e irrevocable, brotó entonces el espíritu de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho.

No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sentimientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?.

Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e insondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo animal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía a mi alma inmortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios.

En la noche siguiente al día en que fue cometida una acción tan cruel, me despertó del sueño el grito de: "¡Fuego!" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué desde entonces a la desesperación.

No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían derrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mitad de la casa, contra el que se apoyaba la cabecera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multitud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: "extraño", "singular", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición —porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inmediatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de despertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía.

Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imaginación una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos meses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una especie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamentar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle.

Hallábame sentado una noche, medio aturdido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpulento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma indefinida, que le cubría casi toda la región del pecho.

Apenas puse en él mi mano, se levantó repentinamente, ronroneando con fuerza, se restregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisición, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces.

Continué acariciándole, y cuando me disponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinándome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer.

Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulatinamente, estos sentimientos de disgusto y fastidio acrecentaron hasta convertirse en la amargura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi primera crueldad, me impidieron que lo maltratara. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gradual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia.

Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana del siguiente día de haberlo llevado a casa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circunstancia contribuyó a hacerle más grato a mi mujer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y puros.

Sin embargo, el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constantemente mis pasos. En cuanto me sentaba, acurrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi primer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal.

Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil definirlo de otro modo. Casi me avergüenza confesarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitivamente una forma indefinida. Pero lenta, gradualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en considerar como imaginaria, había concluido adquiriendo una nitidez rigurosa de contornos.

En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un monstruo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a librarme de él. Era ahora, digo, la imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humanidad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniquilado por mí con desprecio, una bestia bruta engendraba en mí en mí, hombre formado a imagen del Altísimo, tan grande e intolerable infortunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eternamente posada en mi corazón.

Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombríos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embargo, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables expansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces.

Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quería. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamente, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asaltaron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojarlo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un mandadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consideré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas.

La cueva parecía estar construida a propósito para semejante proyecto. Los muros no estaban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad.

Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artificial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospechoso.

No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primitiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.

Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmente en torno mío y me dije: "Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso".

Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda desgracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no presentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi corazón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmiendo tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hombre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Incoóse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un reconocimiento, pero, naturalmente, nada podía descubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura.

Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación.

Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo. Como el de un hombre que reposa en la inocencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se disponía a abandonar la casa. Era demasiado intenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convicción con respecto a mi inocencia.

–Señores —dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospechas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construida —apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Puedo asegurar que ésta es una casa excelentemente construida. Estos muros... ¿Se van ustedes, señores? Estos muros están construidos con una gran solidez.

Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón.

¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Después, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que surgiera al unísono de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería una locura expresaros mis sentimientos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los gentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pared, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, apareció, rígido, a los ojos de los circundantes.

Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y llameando el único ojo, se posaba el odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.


El Terrible Anciano

ue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de Walter Street próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, le protegen de las atenciones de caballeros como Mr. Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de Clipper de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles.

Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Scar-Face, Long Tom, Spanish Joe, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta.

A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogéneas estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. Mr. Ricci y Mr. Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras Mr. Czanek se quedaba esperándoles a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en Ship Street, junto al verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.

Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en Walter Street junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarle. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.

La espera le pareció muy larga a Mr. Czanek que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en Ship Street. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo? A Mr. Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pasillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. Mr. Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.

Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados —como si hubieran recibido múltiples cuchilladas— y horriblemente triturados —como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas—, que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en Ship Street, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.


Los Otros Dioses

n la cima del pico más alto del mundo habitan los dioses de la tierra, y no soportan que ningún hombre se jacte de haberlos visto. En otro tiempo poblaron los picos inferiores; pero los hombres de las llanuras se empeñaron siempre en escalar las laderas de roca y de nieve, empujando a los dioses hacia montañas cada vez más elevadas, hasta hoy, en que sólo les queda la última. Al abandonar sus cumbres anteriores se llevaron sus propios signos, salvo una vez que, según se dice, dejaron una imagen esculpida en la cara del monte llamado Ngranek.

Pero ahora se han retirado a la desconocida Kadath del desierto frío, en donde los hombres no entran jamás, y se han vuelto severos; y si en otro tiempo soportaron que los hombres les desplazaran, ahora les han prohibido que se acerquen; pero si lo hacen, les impiden marcharse. Conviene que los hombres no sepan dónde esta Kadath; de lo contrario, tratarían de escalarla en su imprudencia.

A veces, en la quietud de la noche, cuando los dioses de la tierra sienten añoranza, visitan los picos donde moraron una vez, y lloran en silencio al tratar de jugar en silencio en las recordadas laderas. Los hombres han sentido las lágrimas de los dioses sobre el nevado Thurai, aunque creyeron que era lluvia; y han oído sus suspiros en los quejumbrosos vientos matinales de Lerion. Los dioses suelen viajar en las naves de nubes, y los sabios campesinos tienen leyendas que les disuaden de acercarse a ciertos picos elevados por la noche cuando el cielo se nubla, porque los dioses no son tan indulgentes como antaño.

En Ulthar, más allá del río Skai, vivía una vez un anciano que deseaba contemplar a los dioses de la tierra; este hombre conocía profundamente los siete libros crípticos de la Tierra y estaba familiarizado con los Manuscritos Pnakóticos de la distante y helada Lomar. Se llamaba Barzai el Sabio, y los lugareños cuentan cómo escaló una montaña, la noche del extraño eclipse.

Barzai sabía tantas cosas sobre los dioses que podía contar sus idas y venidas; y adivinaba tantos secretos que se tenía a si mismo por un semidiós. Fue él quien aconsejó prudentemente a los diputados de Ulthar cuando aprobaron la famosa ley que prohibía matar gatos, y quien dijo al joven sacerdote Atal adonde se habían ido los gatos negros, en la medianoche de la víspera de san Juan. Barzai estaba profundamente versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y le habían entrado deseos de ver sus rostros. Creía que su hondo y secreto conocimiento de los dioses le protegería de la ira de estos, y decidió escalar la cima del elevado y rocoso Hatheg-Kla una noche en que sabía que los dioses estarían allí.

El Hatheg-Kla está en el desierto pedregoso que se extiende más allá de Hatheg, del cual recibe el nombre, y se alza como una estatua de roca en un templo silencioso. Las brumas juegan lúgubremente alrededor de su cima; porque las brumas son los recuerdos de los dioses, y los dioses amaban el Hatheg-Kla cuando habitaban en él, en otro tiempo. Frecuentemente visitan los dioses de la tierra el Hatheg-Kla, en sus naves de nube, y derraman pálidos vapores sobre las laderas cuando danzan añorantes en la cima, bajo una luna clara. Los aldeanos de Hatheg dicen que no conviene escalar el Hatheg-Kla en ningún momento, y que es fatal hacerlo de noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cima y la luna; sin embargo, no les escuchó Barzai cuando llegó de la vecina Ulthar con el joven sacerdote Atal, su discípulo. Atal sólo era hijo de posadero, y a veces tenía miedo; pero el padre de Barzai había sido un landgrave que vivió en un antiguo castillo, por lo que no había supersticiones vulgares en sus venas, y se reía de los atemorizados aldeanos.

Barzai y Atal salieron de Hatheg hacia el pedregoso desierto, a pesar de los ruegos de los campesinos, y charlaron sobre los dioses de la tierra junto a su fogata, por las noches. Viajaron durante muchos días, hasta que divisaron a lo lejos al altísimo Hatheg-Kla con su halo de lúgubre bruma. El decimotercer día llegaron al pie de la solitaria montaña, y Atal confesó sus temores. Pero Barzai era viejo, sabio, y no conocía el miedo, así que marchó delante osadamente por la ladera que ningún hombre había escalado desde los tiempos de Sansu, de quien hablan con temor los mohosos Manuscritos Pnakóticos.

El camino era rocoso y peligroso a causa de los precipicios, acantilados y aludes. Después se volvió frío y nevado; y Barzai y Atal resbalaban a menudo, y se caían, mientras se abrían camino con bastones y hachas. Finalmente el aire se enrareció, el cielo cambió de color, y los escaladores encontraron que era difícil respirar; pero siguieron subiendo más y más, maravillados ante lo extraño del paisaje, y emocionados pensando en lo que sucedería en la cima, cuando saliera la luna y se extendieran los pálidos vapores. Durante tres días estuvieron subiendo más y más, hacia el techo del mundo; luego acamparon, en espera de que se nublara la luna.

Durante cuatro noches esperaron en vano las nubes, mientras la luna derramaba su frío resplandor a través de las tenues y lúgubres brumas que envolvían el mudo pináculo. Y la quinta noche, en que salió la luna llena, Barzai vio unos nubarrones densos a lo lejos, por el norte, y ni él ni Atal se acostaron, observando cómo se acercaban. Espesos y majestuosos, navegaban lenta y deliberadamente; y rodearon el pico muy por encima de los observadores, y ocultaron la luna y la cima. Durante una hora larga estuvieron observando los dos, mientras los vapores se arremolinaban y la pantalla de nubes se espesaba y se hacía más inquieta. Barzai era versado en la ciencia de los dioses de la tierra, y escuchaba atento los ruidos; pero Atal, que sentía el frío de los vapores y el miedo de la noche, estaba aterrado. Y aunque Barzai siguió subiendo más y más, y le hacía señas ansiosamente para que fuera también, Atal tardó mucho en decidirse a seguirle.

Tan densos eran los vapores que la marcha resultaba muy penosa; y aunque Atal le siguió al fin, apenas podía ver la figura gris de Barzai en la borrosa ladera, arriba, a la luz nublada de la luna. Barzai marchaba muy delante; y a pesar de su edad, parecía escalar con más soltura y facilidad que Atal, sin miedo a la pendiente que empezaba a ser demasiado pronunciada y peligrosa, salvo para un hombre fuerte y temerario, y sin detenerse ante los grandes y negros precipicios que Atal apenas podía saltar. Y de este modo escalaron intensamente rocas y precipicios, resbalando y tropezando, sobrecogidos a veces ante el impresionante silencio de los fríos y desolados pináculos y mudas pendientes de granito.

Súbitamente, Barzai desapareció de la vista de Atal, y salvó una tremenda cornisa que parecía sobresalir y cortar el camino a todo escalador que no estuviese inspirado por los dioses de la tierra. Atal estaba muy abajo, pensando qué haría cuando llegara a dicho punto, cuando observó curiosamente que la luna había aumentado, como si el despejado pico y lugar de reunión de los dioses estuviese muy cerca. Y mientras gateaba hacia la cornisa saliente y hacia el cielo iluminado, sintió los más grandes terrores de su vida. Y entonces, a través de las brumas de arriba, oyó la voz de Barzai que gritaba locamente, de gozo:

–¡He oído a los dioses. He oído a los dioses de la tierra cantar dichosos en el Hatheg-Kla! ¡Barzai el profeta conoce las voces de los dioses de la tierra! Las brumas son tenues y la luna brillante; hoy veré a los dioses danzar frenéticos en el Hatheg-Kla, que tanto amaron en su juventud. La sabiduría hace a Barzai más grande aún que los dioses de la tierra, y los encantos y barreras de todos ellos no pueden nada contra su voluntad; Barzai contemplará a los dioses de la tierra, aunque ellos detesten ser contemplados por los hombres.

Atal no podía oír las voces que Barzai oía, pero ahora estaban cerca de la cornisa, y buscaba un paso. Y entonces, oyó crecer la voz de Barzai de forma más sonora y estridente:

–La niebla es muy tenue, y la luna arroja sombras sobre las laderas; las voces de los dioses de la tierra son violentas y airadas; temen la llegada de Barzai el Sabio, porque es más grande que ellos... La luz de la luna fluctúa, y los dioses de la tierra danzan frente a ella; veré danzar sus formas, saltando y aullando a la luz de la luna... La luz se debilita; los dioses tienen miedo...

Mientras Barzai gritaba estas cosas, Atal notó un cambio espectral en todo el aire, como si las leyes de la tierra cedieran ante otras leyes superiores; porque aunque el sendero era más pronunciado que nunca, el asenso se había vuelto espantosamente fácil, y la cornisa apenas fue un obstáculo cuando llegó a ella y trepó peligrosamente por su cara convexa. El resplandor de la luna se había apagado extrañamente; y mientras Atal se adelantaba en las brumas, monte arriba, oyó a Barzai el Sabio gritar entre las sombras:

–La luna es oscura, y los dioses danzan en la noche; hay terror en la noche; hay terror en el cielo, pues la luna ha sufrido un eclipse que ni los libros humanos ni los dioses de la tierra han sido capaces de predecir... Hay una magia desconocida en el Hatheg-Kla, pues los gritos de los dioses asustados se han convertido en risas, y las laderas de hielo ascienden interminablemente hacia los cielos tenebrosos, en los que ahora me sumerjo... ¡Eh! ¡Eh! ¡Al fin! ¡En la débil luz, he percibido a los dioses de la tierra!

Y entonces Atal, deslizándose monte arriba con vertiginosa rapidez por inconcebibles pendientes, oyó en la oscuridad una risa repugnante, mezclada con gritos que ningún hombre puede haber oído salvo en el Fleguetonte de inenarrables pesadillas; un grito en el que vibró el horror y la angustia de una vida tormentosa comprimida en un instante atroz:

–¡Los otros dioses! ¡Los otros dioses! ¡Los dioses de los infiernos exteriores que custodian a los débiles dioses de la tierra!... ¡Aparta la mirada!... ¡Retrocede!... ¡No mires! ¡No mires! La venganza de los abismos infinitos... Ese maldito, ese condenado precipicio... ¡Misericordiosos dioses de la tierra, estoy cayendo al cielo!

Y mientras Atal cerraba los ojos, se taponaba los oídos, y trataba de descender luchando contra la espantosa fuerza que le atraía hacia desconocidas alturas, siguió resonando en el Hatheg-Kla el estallido terrible de los truenos que despertaron a los pacíficos aldeanos de las llanuras y a los honrados ciudadanos de Hatheg, de Nir y de Ulthar, haciéndoles detenerse a observar, a través de las nubes, aquel extraño eclipse que ningún libro había predicho jamás. Y cuando al fin salió la luna, Atal estaba a salvo en las nieves inferiores de la montaña, fuera de la vista de los dioses de la tierra y de los otros dioses.

Ahora se dice en los mohosos Manuscritos Pnakóticos que Sansu no descubrió otra cosa que rocas mudas y hielo, la vez que escaló el Hatheg-Kla en la juventud del mundo. Sin embargo, cuando los hombres de Ulthar y de Nir y de Hatheg, reprimieron sus temores y escalaron ese día esa cumbre encantada en busca de Barzai el Sabio, encontraron grabado en la roca desnuda de la cima un símbolo extraño y ciclópeo de cincuenta codos de ancho, como si la roca hubiese sido hendida por un titánico cincel. Y el símbolo era semejante al que los sabios descubrieron en esas partes espantosas de los Manuscritos Pnakóticos tan antiguas que no se pueden leer. Eso encontraron.

Jamás llegaron a encontrar a Barzai el Sabio, ni lograron convencer al santo sacerdote Atal para que rezase por el descanso de su alma. Y todavía hoy, las gentes de Ulthar y de Nir y de Hatheg tienen miedo de los eclipses, y rezan por la noche, cuando los pálidos vapores ocultan la cumbre de la montaña y la luna. Y por encima de las brumas de Hatheg-Kla, los dioses de la tierra danzan a veces con nostalgia; porque saben que no corren peligro, y les encanta venir a la desconocida Kadath en sus naves de nube a jugar como antaño, como hacían cuando la tierra era nueva y los hombres no escalaban las regiones inaccesibles.


El Diablo En El Campanario

odos saben de una manera vaga que el lugar más bello del mundo es —o era, desgraciadamente— el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todas las grandes vías, en una situación por decirlo así extraordinaria, probablemente lo haya visitado un corto número de mis lectores. Por está razón considero oportuno, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos pormenores con respecto a él. Y esto es realmente tanto más necesario cuanto que si me propongo relatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últimamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanza de conquistar para sus habitantes la simpatía popular. Ninguno de quienes me conocen dudar de que el deber que me impongo no sea ejecutado con toda la habilidad de que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escrupulosa comprobación de los hechos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a aquel que aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha —me está permitido hablar así—, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.

Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estár en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.

A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.

Alrededor del lindero del valle —que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos— hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.

Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.

Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.

Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes.

Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda. tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.

En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar.

Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato.

Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.

Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:

«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»

«No existe nada tolerable fuera de Vonder votteimittiss.»

«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»

Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero.

El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir: «¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.

Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente.

La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple.

Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación!

Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético. Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario.

Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina —por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco—, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.

¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de Vondervotteimittiss.

Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.

Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.

No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que, exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.

—Una... -dijo el reloj .

—Una... —replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado de cuero.

—Una... —dijo el reloj de su mujer.

Y:

—Una... —dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.

—Dos... —continuó la pesada campana.

Y:

—¡Dos! —repitieron todos.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —dijo la campana.

—¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! —respondieron los otros.

—¡Once! —dijo la grande.

—¡Once! —aprobó toda la pequeña gente.

—¡Doce! —dijo la campana.

—¡Doce! —contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a compás.

—¡Han dado las doce! —dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.

—¡Trece! —dijo.

—¡Trece!— exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas— ¡Trece!

—¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!— gimotearon.

¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de repente en un lamentable tumulto.

—¿Qué le ocurrir a mi barriga? —gritaron todos los niños—. ¡Tengo hambre desde hace una hora!

—¿Qué les pasa a mis coles? —exclamaron todas las mujeres—. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!

—¿Qué le ocurre a mi pipa? —juraron todos los viejecillos— ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desde hace una hora.

Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable.

Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados, mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»

Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».

Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.


El Entierro Prematuro

ay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos- abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoiselle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarle. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.

Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post-mortem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal..

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios" Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?

-¿Y tú- pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito- replicó la voz tristemente-. Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente. Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación. Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme. Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre? ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época- como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón. Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertado de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro. La desesperación- tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil. El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda. La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso?- dijo una áspera voz, como respuesta.

-¿Qué diablos pasa ahora?- dijo un segundo..

-¡Fuera de ahí!- dijo un tercero.

-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés?- dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión- pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste. En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde, aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno, pero la imaginación del hombre no es Caratis para explorar con impunidad todas sus cavernas. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.


Manuscrito Hallado En Una Botella

obre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.

Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.

Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar. Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre. Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se paso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo. A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún. Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí, me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón. Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán ,y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros.

El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña cantidad de melaza que trabajosamente logramos procuramos en el castillo de proa- la carcasa del barco avanzó a una velocidad imposible de calcular, impulsada por sucesivas ráfagas que, sin igualar la violencia del primitivo Simún, eran más aterrorizantes que cualquier otra tempestad vivida por mí en el pasado. Con pequeñas variantes, durante los primeros cuatro días, nuestro curso fue sudeste, y debimos haber costeado Nueva Holanda. Al quinto día el frío era intenso, pese a que el viento había girado un punto hacia el norte. El sol nacía con una enfermiza coloración amarillenta y trepaba apenas unos grados sobre el horizonte, sin irradiar una decidida luminosidad. No había nubes a la vista, y sin embargo el viento arreciaba y soplaba con furia despareja e irregular. Alrededor de mediodía -aproximadamente, porque sólo podíamos adivinar la hora- volvió a llamarnos la atención la apariencia del sol. No irradiaba lo que con propiedad podríamos llamar luz, sino un resplandor opaco y lúgubre, sin reflejos, como si todos sus rayos estuvieran polarizados. Justo antes de hundirse en el mar turgente su fuego central se apagó de modo abrupto, como por obra de un poder inexplicable. Quedó sólo reducido a un aro plateado y pálido que se sumergía de prisa en el mar insondable.

Esperamos en vano la llegada del sexto día -ese día que para mí no ha llegado y que para el sueco no llegó nunca. A partir de aquel momento quedamos sumidos en una profunda oscuridad, a tal punto que no hubiéramos podido ver un objeto a veinte pasos del barco. La noche eterna continuó envolviéndonos, ni siquiera atenuada por la fosforescencia brillante del mar a la que nos habíamos acostumbrado en los trópicos. También observamos que, aunque la tempestad continuaba rugiendo con interminable violencia, ya no conservaba su apariencia habitual de olas ni de espuma con las que antes nos envolvía. A nuestro alrededor todo era espanto, profunda oscuridad y un negro y sofocante desierto de ébano. Un terror supersticioso fue creciendo en el espíritu del viejo sueco, y mi propia alma estaba envuelta en un silencioso asombro. Abandonarnos todo intento de atender el barco, por considerarlo inútil, y nos aseguramos lo mejor posible a la base del palo de mesana, clavando con amargura la mirada en el océano inmenso. No habría manera de calcular el tiempo ni de prever nuestra posición. Sin embargo teníamos plena conciencia de haber avanzado más hacia el sur que cualquier otro navegante anterior y nos asombró no encontrar los habituales impedimentos de hielo. Mientras tanto, cada instante amenazaba con ser el último de nuestras vidas... olas enormes, como montañas se precipitaban para abatirnos. El oleaje sobrepasaba todo lo que yo hubiera imaginado, y fue un milagro que no zozobráramos instantáneamente. Mi acompañante hablaba de la liviandad de nuestro cargamento y me recordaba las excelentes cualidades de nuestro barco; pero yo no podía menos que sentir la absoluta inutilidad de la esperanza misma, y me preparaba melancólicamente para una muerte que, en mi opinión nada podía demorar ya más de una hora, porque con cada nudo que el barco recorría, el mar negro y tenebroso adquiría más violencia. Por momentos jadeábamos para respirar, elevados a una altura superior a la del albatros... y otras veces nos mareaba la velocidad de nuestro descenso a un infierno acuoso donde el aire se estancaba y ningún sonido turbaba el sopor del "kraken".

Nos encontrábamos en el fondo de uno de esos abismos, cuando un repentino grito de mi compañero resonó horriblemente en la noche. "¡Mire, mire!" exclamó, chillando junto a mi oído, "¡Dios Todopoderoso! ¡Mire! ¡Mire!". Mientras hablaba percibí el resplandor de una luz mortecina y rojiza que recorría los costados del inmenso abismo en que nos encontrábamos, arrojando cierto brillo sobre nuestra cubierta. Al levantar la mirada, contemplé un espectáculo que me heló la sangre. A una altura tremenda, directamente encima de nosotros y al borde mismo del precipicio líquido, flotaba un gigantesco navío, de quizás cuatro mil toneladas. Pese a estar en la cresta de una ola que lo sobrepasaba más de cien veces en altura, su tamaño excedía el de cualquier barco de línea o de la compañía de Islas Orientales. Su enorme casco era de un negro profundo y sucio y no lo adornaban los acostumbrados mascarones de los navíos. Una sola hilera de cañones de bronce asomaba por los portañolas abiertas, y sus relucientes superficies reflejaban las luces de innumerables linternas de combate que se balanceaban de un lado al otro en las jarcias. Pero lo que más asombro y estupefacción nos provocó fue que en medio de ese mar sobrenatural y de ese huracán ingobernable, navegara con todas las velas desplegadas. Al verlo por primera vez sólo distinguimos su proa y poco a poco fue alzándose sobre el sombrío y horrible torbellino. Durante un momento de intenso terror se detuvo sobre el vertiginoso pináculo, como si contemplara su propia sublimidad después se estremeció, vaciló y... se precipitó sobre nosotros.

En ese instante, no sé qué repentino dominio de mí mismo surgió de mi espíritu. A los tropezones, retrocedí todo lo que pude hacia popa y allí esperé sin temor la catástrofe. Nuestro propio barco había abandonado por fin la lucha y se hundía de proa en el mar. En consecuencia, recibió el impacto de la masa descendente en la parte ya sumergida de su estructura y el resultado inevitable fue que me vi lanzado con violencia irresistible contra los obenques del barco desconocido.

En el momento en que caí, la nave viró y se escoró, y supuse que la consiguiente confusión había impedido que la tripulación reparara en mi presencia. Me dirigí sin dificultad y sin ser visto hasta la escotilla principal, que se encontraba parcialmente abierta, y pronto encontré la oportunidad de ocultarme en la bodega. No podría explicar por qué lo hice. Tal vez el principal motivo haya sido la indefinible sensación de temor que, desde el primer instante, me provocaron los tripulantes de ese navío. No estaba dispuesto a confiarme a personas que, a primera vista me producían una vaga extrañeza, duda y aprensión. Por lo tanto consideré conveniente encontrar un escondite en la bodega. Lo logré moviendo una pequeña porción de la armazón, y así me aseguré un refugio conveniente entre las enormes cuadernas del buque.

Apenas había completado mi trabajo cuando el sonido de pasos en la bodega me obligó a hacer uso de él. Junto a mí escondite pasó un hombre que avanzaba con pasos débiles y andar inseguro. No alcancé a verle el rostro, pero tuve oportunidad de observar su apariencia general. Todo en él denotaba poca firmeza y una avanzada edad. Bajo el peso de los años le temblaban las rodillas, y su cuerpo parecía agobiado por una gran carga. Murmuraba en voz baja, como hablando consigo mismo, pronunciaba palabras entrecortadas en un idioma que yo no comprendía y empezó a tantear una pila de instrumentos de aspecto singular y de viejas cartas de navegación que había en un rincón. Su actitud era una extraña mezcla de la terquedad de la segunda infancia y la solemne dignidad de un Dios. Por fin subió nuevamente a cubierta y no lo volví a ver.

Un sentimiento que no puedo definir se ha posesionado de mi alma; es una sensación que no admite análisis, frente a la cual las experiencias de épocas pasadas resultan inadecuadas y cuya clave, me temo, no me será ofrecida por el futuro. Para una mente como la mía, esta última consideración es una tortura. Sé que nunca, nunca, me daré por satisfecho con respecto a la naturaleza de mis conceptos. Y sin embargo no debe asombrarme que esos conceptos sean indefinidos, puesto que tienen su origen en fuentes totalmente nuevas. Un nuevo sentido... una nueva entidad se incorpora a mi alma.

Hace ya mucho tiempo que recorrí la cubierta de este barco terrible, y creo que los rayos de mi destino se están concentrando en un foco. ¡Qué hombres incomprensibles! Envueltos en meditaciones cuya especie no alcanzo a adivinar, pasan a mi lado sin percibir mi presencia. Ocultarme sería una locura, porque esta gente no quiere ver. Hace pocos minutos pasé directamente frente a los ojos del segundo oficial; no hace mucho que me aventuré a entrar a la cabina privada del capitán, donde tomé los elementos con que ahora escribo y he escrito lo anterior. De vez en cuando continuaré escribiendo este diario. Es posible que no pueda encontrar la oportunidad de darlo a conocer al mundo, pero trataré de lograrlo. A último momento, introduciré el mensaje en una botella y la arrojaré al mar.

Ha ocurrido un incidente que me proporciona nuevos motivos de meditación. ¿Ocurren estas cosas por fuerza de un azar sin gobierno? Me había aventurado a cubierta donde estaba tendido, sin llamar la atención, entre una pila de flechaduras y viejas velas, en el fondo de una balandra. Mientras meditaba en lo singular de mi destino, inadvertidamente tomé un pincel mojado en brea y pinté los bordes de una vela arrastradera cuidadosamente doblada sobre un barril, a mi lado. La vela ha sido izada y las marcas irreflexivas que hice con el pincel se despliegan formando la palabra descubrimiento.

Últimamente he hecho muchas observaciones sobre la estructura del navío. Aunque bien armado, no creo que sea un barco de guerra. Sus jarcias, construcción y equipo en general, contradicen una suposición semejante. Alcanzo a percibir con facilidad lo que el navío no es, pero me temo no poder afirmar lo que es. Ignoro por qué, pero al observar su extraño modelo y la forma singular de sus mástiles, su enorme tamaño y su excesivo velamen, su proa severamente sencilla y su popa anticuada, de repente cruza por mi mente una sensación de cosas familiares y con esas sombras imprecisas del recuerdo siempre se mezcla la memoria de viejas crónicas extranjeras y de épocas remotas.

He estado estudiando el maderamen de la nave. Ha sido construida con un material que me resulta desconocido. Las características peculiares de la madera me dan la impresión de que no es apropiada para el propósito al que se la aplicara. Me refiero a su extrema porosidad, independientemente considerada de los daños ocasionados por los gusanos, que son una consecuencia de navegar por estos mares, y de la podredumbre provocada por los años. Tal vez la mía parezca una observación excesivamente insólita, pero esta madera posee todas las características del roble español, en el caso de que el roble español fuera dilatado por medios artificiales.

Al leer la frase anterior, viene a mi memoria el apotegma que un viejo lobo de mar holandés repetía siempre que alguien ponía en duda su veracidad. «Tan seguro es, como que hay un mar donde el barco mismo crece en tamaño, como el cuerpo viviente del marino."

Hace una hora tuve la osadía de mezclarme con un grupo de tripulantes. No me prestaron la menor atención y, aunque estaba parado en medio de todos ellos, parecían absolutamente ignorantes de mi presencia. Lo mismo que el primero que vi en la bodega, todos daban señales de tener una edad avanzada. Les temblaban las rodillas achacosas; la decrepitud les inclinaba los hombros; el viento estremecía sus pieles arrugadas; sus voces eran bajas, trémulas y quebradas; en sus ojos brillaba el lagrimeo de la vejez y la tempestad agitaba terriblemente sus cabellos grises. Alrededor de ellos, por toda la cubierta, yacían desparramados instrumentos matemáticos de la más pintoresca y anticuada construcción.

Hace un tiempo mencioné que había sido izada un ala del trinquete. Desde entonces, desbocado por el viento, el barco ha continuado su aterradora carrera hacia el sur, con todas las velas desplegadas desde la punta de los mástiles hasta los botalones inferiores, hundiendo a cada instante sus penoles en el más espantoso infierno de agua que pueda concebir la mente de un hombre. Acabo de abandonar la cubierta, donde me resulta imposible mantenerme en pie, pese a que la tripulación parece experimentar pocos inconvenientes. Se me antoja un milagro de milagros que nuestra enorme masa no sea definitivamente devorada por el mar. Sin duda estamos condenados a flotar indefinidamente al borde de la eternidad sin precipitamos por fin en el abismo. Remontamos olas mil veces más gigantescas que las que he visto en mi vida, por las que nos deslizamos con la facilidad de una gaviota; y las aguas colosales alzan su cabeza por sobre nosotros como demonios de las profundidades, pero como demonios limitados a la simple amenaza y a quienes les está prohibido destruir. Todo me lleva a atribuir esta continua huida del desastre a la única causa natural que puede producir ese efecto. Debo suponer que el barco navega dentro de la influencia de una corriente poderosa, o de un impetuoso mar de fondo.

He visto al capitán cara a cara, en su propia cabina, pero, tal como esperaba, no me prestó la menor atención. Aunque para un observador casual no haya en su apariencia nada que puede diferenciarlo, en más o en menos, de un hombre común, al asombro con que lo contemplé se mezcló un sentimiento de incontenible reverencia y de respeto. Tiene aproximadamente mi estatura, es decir cinco pies y ocho pulgadas. Su cuerpo es sólido y bien proporcionado, ni robusto ni particularmente notable en ningún sentido. Pero es la singularidad de la expresión que reina en su rostro... es la intensa, la maravillosa, la emocionada evidencia de una vejez tan absoluta, tan extrema, lo que excita en mi espíritu una sensación... un sentimiento inefable. Su frente, aunque poco arrugada, parece soportar el sello de una miríada de años. Sus cabellos grises son una historia del pasado, y sus ojos, aún más grises, son sibilas del futuro. El piso de la cabina estaba cubierto de extraños pliegos de papel unidos entre sí por broches de hierro, y de arruinados instrumentos científicos y obsoletas cartas de navegación en desuso. Con la cabeza apoyada en las manos, el capitán contemplaba con mirada inquieta un papel que supuse sería una concesión y que, en todo caso, llevaba la firma de un monarca. Murmuraba para sí, igual que el primer tripulante a quien vi en la bodega, sílabas obstinadas de un idioma extranjero, y aunque se encontraba muy cerca de mí, su voz parecía llegar a mis oídos desde una milla de distancia.

El barco y todo su contenido está impregnado por el espíritu de la Vejez. Los tripulantes se deslizan de aquí para allá como fantasmas de siglos ya enterrados; sus miradas reflejan inquietud y ansiedad, y cuando el extraño resplandor de las linternas de combate ilumina sus dedos, siento lo que no he sentido nunca, pese a haber comerciado la vida entera en antigüedades y absorbido las sombras de columnas caídas en Baalbek, en Tadmor y en Persépolis, hasta que mi propia alma se convirtió en una ruina.

Al mirar a mi alrededor, me avergüenzan mis anteriores aprensiones. Si temblé ante la ráfaga que nos ha perseguido hasta ahora, ¿cómo no horrorizarme ante un asalto de viento y mar para definir los cuales las palabras tomado y simún resultan triviales e ineficaces? En la vecindad inmediata del navío reina la negrura de la noche eterna y un caos de agua sin espuma; pero aproximadamente a una legua a cada lado de nosotros alcanzan a verse, oscuramente y a intervalos, imponentes murallas de hielo que se alzan hacia el cielo desolado y que parecen las paredes del universo.

Como imaginaba, el barco sin duda está en una corriente; si así se puede llamar con propiedad a una marea que aullando y chillando entre las blancas paredes de hielo se precipita hacia el sur con la velocidad con que cae una catarata.

Presumo que es absolutamente imposible concebir el horror de mis sensaciones; sin embargo la curiosidad por penetrar en los misterios de estas regiones horribles predomina sobre mi desesperación y me reconciliará con las más odiosa apariencia de la muerte. Es evidente que nos precipitamos hacia algún conocimiento apasionante, un secreto imposible de compartir, cuyo descubrimiento lleva en sí la destrucción. Tal vez esta corriente nos conduzca hacia el mismo polo sur. Debo confesar que una suposición en apariencia tan extravagante tiene todas las probabilidades a su favor.

La tripulación recorre la cubierta con pasos inquietos y trémulos; pero en sus semblantes la ansiedad de la esperanza supera a la apatía de la desesperación.

Mientras tanto, seguimos navegando con viento de popa y como llevamos todas las velas desplegadas, por momentos el barco se eleva por sobre el mar. ¡Oh, horror de horrores! De repente el hielo se abre a derecha e izquierda y giramos vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, rodeando una y otra vez los bordes de un gigantesco anfiteatro, el ápice de cuyas paredes se pierde en la oscuridad y la distancia. ¡Pero me queda poco tiempo para meditar en mi destino! Los círculos se estrechan con rapidez... nos precipitamos furiosamente en la vorágine... y entre el rugir, el aullar y el atronar del océano y de la tempestad el barco trepida... ¡oh, Dios!... ¡y se hunde ... !


El Centinela

a próxima vez que veáis la Luna llena allá en lo alto, por el Sur, mirad cuidadosamente al borde derecho, y dejad que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco. Alrededor de las 2 del reloj, notaréis un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.

Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado volando nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde quisiésemos.

Yo era geólogo - o selenólogo, si queremos ser pedantes - al mando de un grupo que exploraba la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años. Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.

Habíamos comenzado' nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo media docena de veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colocar indicaciones para gula de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso, ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar Podíamos vivir cómodamente durante un mes en nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran jaleo sobre el malgasto de combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera necesidad.

Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.

A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22,00 enviábamos el mensaje final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi vertical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la extraña lentitud con que caían los objetos.

Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina. Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, «David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.

Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña que cubría todo el horizonte meridional, extendiéndose hasta perderse de vista hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas distantes de la Tierra.

Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura, como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.

Alcé los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado aún, picos que, antes de llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían sobriamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo. La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche de invierno en la Tierra.

Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Era un punto de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo reflejaba directamente hacia mis ojos Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el Este nuestro telescopio de Díez centímetros.

Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, los picos de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para ser resuelto. Y sin embargo, parecía tener una elusiva simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su viaje de más de un millón de kilómetros.

Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando minerales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros mantenían que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Los únicos seres vivientes que habían jamás existido allí, eran unas cuantas plantas primitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.

- Escuchadme - dije al fin -, voy a subir allá aunque solamente sea para tranquilidad de conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura - es decir, solamente setecientos para la gravedad de la Tierra - y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente excusa.

- Si no te rompes la cabeza - dijo Garnett -, serás el hazmerreír de la expedición cuando volvamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La Locura de Wilson».

- No me romperé la cabeza - dije firmemente -. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a Helicon?

- ¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? - preguntó suavemente Louis.

- Eso. - dije con gran dignidad - es otra razón más para ir.

Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del promontorio: Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con quedarse a cargo de la máquina.

A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confianza; una caída de cien metros en la Luna puede, matar con tanta seguridad como una veinte en la Tierra.

Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo, y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metálico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra ascensión antes de partir de nuevo.

De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la llanura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso los picos de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras lunares son tan planas como el Mare Crísium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.

Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al Este de nosotros, aquel gran creciente de plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años y las estaciones. Dentro de diez días seria un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su resplandor de medianoche, cincuenta veces mas brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para Siempre.

En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refrigeración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos hablábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más descabellada en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión, el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y le sensación vivificadora ante el paisaje que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.

No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no seria sino una roca astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en aquel incorruptible e inalterable silencio.

No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo lentamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.

Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión final.

Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi compañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando enfrente de mí.

Debéis comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido de que no podía encontrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una duda, pero el misterio apenas había comenzado.

Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había sido lisa en un tiempo - demasiado lisa para ser natural - pero los meteoros en su caída habían marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de un hombre, engastada en la roca.

Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo, había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho de que había llegado quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado.

Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen, mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano!

Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de precaución me impidió acercarme demasiado. Sabia algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes superficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.

Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño de aquel objeto no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza mas adelantada que la mía. La idea de que la Luna había poseído alguna inteligencia era aun demasiado inusitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.

Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal, algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta presentaba cicatrices de meteoros: estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.

Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacia algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Cogí un fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido Si el guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero parecía tocar una superficie lisa, hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.

Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.

Recuerdo que entonces me volví hacia Garrett, quien se me había reunido y estaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mi, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente familiar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yacente en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la llegada de la vida?

No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza de que era tan extranjera a la Luna como yo mismo.

En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más que un solo testimonio de su existencia.

Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se relacionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, ocasionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide me hablaba diciéndome: «Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí. »

Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y resplandeciente cosa que encontré en la montaña.

Carecen de sentido. Los mecanismos - si es que en realidad son mecanismos - de la pirámide, pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la tecnología de las fuerzas parafísicas.

El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabemos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña, antes de que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.

Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destruimos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión, he aquí lo que yo presumo:

Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el circulo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado. Pensad en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado solamente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.

Debieron de haber estado buscando por los racimes de estrellas del modo que nosotros rebuscamos por entre los planetas. Debía de haber mundos por todas partes, pero debían de estar vacíos, o poblados de cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al calor del Sol y esperando que comenzasen sus historias.

Aquellos vagabundos debieron de haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre el hielo y el fuego, y debieron de adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.

Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo, para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido señalando pacientemente el hecho de que nadie lo había descubierto.

Quizá comprenderéis por qué colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de sobre la Tierra. A sus constructores no los interesaban las razas que estaban aún luchando por salir del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostramos nuestra aptitud para sobrevivir al espacio y escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ese es el reto con que todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, mas tarde o más temprano. Es un reto doble, pues depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la ultima elección entre la vida y la muerte.

Una vez hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales y aquellos cuyo deber sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben de ser muy, muy viejos, y los viejos tienen can frecuencia una envidia loca de los jóvenes. preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.

Y no creo que tengamos que esperar mucho.

No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin

La Máscara De La Muerte Roja

urante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se producían dolores agudos, un repentino vértigo, luego los poros rezumaban abundante sangre, y la disolución del ser. Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima, segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, llamó a un millar de amigos fuertes, vigorosos y alegres de corazón, escogidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos formó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, creación del propio príncipe, de gusto excéntrico y, no obstante, grandioso. La rodeaba un espeso y elevado muro, y este muro tenía puertas de hierro. Una vez que entraron en ella los cortesanos, se sirvieron de hornillos y de mazas para soldar los cerrojos. Resolvieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior y cerrar toda salida a los frenesíes del interior. La abadía fue abastecida ampliamente. Gracias a estas precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio. Que el mundo exterior se las compusiera como pudiese. Entretanto, sería una locura afligirse o meditar. El príncipe había provisto aquella morada de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, hermosura en todas sus formas, y había también vino. Dentro, había todas estas bellas cosas, y además, seguridad. Fuera, la "Muerte Roja".

Ocurrió hacia el fin del quinto o sexto mes de su retiro, y en tanto que la plaga, afuera, hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero obsequió a sus mil amigos, con un baile de máscaras de la mas insólita magnificencia.

¡Qué voluptuoso cuadro el de aquel baile de máscaras! Permítaseme en primer lugar describir las salas donde tuvo lugar. Había siete; una hilera imperial. En muchos palacios, estas series de salones forman largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas se abren de par en par, de tal manera que la mirada penetra hasta el fondo sin obstáculo. Aquí, el caso era muy diferente, tal y como podría esperarse de parte del duque y de su gusto y preferencia por lo bizarre. Las salas se encontraban tan irregularmente dispuestas, que la mirada no podía abarcar sino una sola a la vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas se presentaba un brusco recodo, y en cada una de estas revueltas un aspecto diferente. A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventana ostentaba vidrios de colores en armonía con el tono dominante del decorado de la sala sobre la cual se abría. La que ocupaba la extremidad oriental, por ejemplo, estaba decorada en azul, y los ventanales eran de un azul vivo. La segunda sala estaba decorada y guarnecida de color púrpura, y las vidrieras eran asimismo de color púrpura. La tercera, enteramente verde, y verdes las ventanas. La cuarta, anaranjada, estaba iluminada por una ventana del mismo color. Y 1a quinta, blanca; y la sexta, violeta. La séptima estaba rigurosamente forrada de colgaduras de terciopelo negro, que revestían techo y muros y recaían en pesados pliegues sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero únicamente en esta sala, el color de las ventanas no correspondía al de la decoración. Los cristales eran escarlata, de un color intenso de sangre.

Ahora bien, en ninguna de estas salas veíase lámpara ni candelabro alguno, entre los adornos de oro esparcidos con profusión o suspendidos de los techos. Ni lámparas, ni; velas; ninguna luz de esta clase en la larga serie de salas. Pero, en los corredores que las rodeaban, y exactamente enfrente de cada ventanal, se levantaba un enorme trípode con un ígneo brasero que proyectaba sus rayos al través de los cristales de color e iluminaba la sala de una manera deslumbrante. Producíanse así una multitud de aspectos cambiantes y fantásticos. Pero, en la sala del lado poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras colgaduras a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra, y les daba a las fisonomías de los imprudentes que allí entraban un aspecto de tal modo extraño, que muy pocos bailarines se sentían con el valor suficiente para entrar en aquel mágico recinto.

También en esta sala erguíase, apoyado contra el muro del oeste, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un tictac sordo, pesado, monótono; y cuando la aguja de los minutos había recorrido el cuadrante y la hora iba a sonar, salía de los pulmones de bronce de 1a máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y excesivamente musical, pero de un timbre tan particular y de una energía tal, que de hora en hora los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir durante un instante sus acordes para escuchar la música de las horas, y las parejas que bailaban cesaban por fuerza sus evoluciones. Una perturbación momentánea recorría a toda aquella alegre multitud, y mientras sonaban las campanas podía notarse que palidecían hasta los más vehementes, y los más sensatos y de más edad se pasaban la mano por la frente como si se hundieran en meditaciones o en ensueños febriles. Pero, apenas desaparecían del todo aquellos ecos, circulaba por toda la asamblea una leve hilaridad; los músicos se miraban los unos a los otros, sonreíanse de sus nervios y de su locura, y se juraban por lo bajo entre ellos que la próxima vez que sonaran las campanadas, no sentirían la misma impresión; y luego, cuando, después de la huida de los sesenta minutos que comprendían los tres mil seiscientos segundos de la hora pasada, se escuchaban de nuevo las campanas del fatal reloj, se producía la misma turbación, el mismo escalofrío y las mismas ensoñaciones febriles.

Pero a despecho de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy especial. Tenía un ojo certero en lo tocante a los colores y sus efectos. Desdeñaba los gustos de la moda. Sus planos eran temerarios y salvajes y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Hay personas que lo hubieran juzgado loco. Pero sus cortesanos sabían bien que no lo estaba; pero era preciso comprenderlo, verlo, tocarlo para estar seguro de que, en efecto, no lo estaba.

Con ocasión de esta gran fiesta, se había ocupado personalmente de la decoración y del mobiliario de las siete salas, y fue su gusto personal el que dirigió el estilo de los disfraces. No cabía duda de que eran concepciones grotescas. Era deslumbrador, brillante; había cosas chocantes, fantásticas; mucho de lo que después se ha visto en Hernani. Había figuras verdaderamente arabescas con siluetas y ropajes incongruentes; fantasías monstruosas como la locura; había mucho de bello, de licencioso, de extraño, algo de terrible y no poco de lo que podría producir repugnancia. En resumen, era como una multitud de sueños que se pavoneaban de un lado a otro por las salas. Y estos sueños se contorsionaban en todos sentidos, tomando el color de las salas; hubiérase dicho que la extraña música de la orquesta era el eco de sus propios pasos. Y, de tiempo en tiempo, se oye el reloj de ébano de la sala de terciopelo. Y entonces, durante un momento, todo se detiene, todo enmudece, excepto la voz del reloj. Los sueños se quedan helados, paralizados en sus posturas. Mas los ecos de la sonería se desvanecen -no duraron sino un momento- y, apenas huyen, una hilaridad leve y mal contenida circula por doquier. Y la música suena de nuevo, reavívanse los sueños; aquí y allá los danzarines se retuercen más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero ninguna cara osa ahora aventurarse en aquella sala que queda allá, al oeste; porque la noche ha avanzado y una luz más roja fluye al través de los cristales de color de sangre, y la negrura de las colgaduras fúnebres es aterradora; y para aquél que ponga el pie sobre la negra alfombra, brota del reloj de ébano un resonar más pesado, más solemnemente enérgico que el que llega a los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas.

Pero en estas otras salas había una densa multitud y el corazón de la vida latía allí febrilmente. Y la fiesta continuaba siempre su torbellino, cuando al cabo sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Entonces, como ya se dijo, calló la música y se detuvieron las evoluciones de los que bailaban; se produjo donde quiera, como antes, una ansiosa inmovilidad. Pero el tañido del reloj debía ahora componerse de doce campanadas. Por eso fue tal vez que, teniendo más tiempo, se insinuó una mayor cantidad de pensamientos en las meditaciones de los pensativos que se hallaban entre los que se divertían. Y quizás por eso mismo muchas personas de entre la multitud, antes de que se ahogaran en el silencio los últimos ecos de la última campanada, tuvieron tiempo de notar la presencia de una máscara que hasta ese momento no había llamado la atención de nadie. Y habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella intrusión, se suscitó entre la concurrencia un cuchicheo, un murmullo significativo de asombro y desaprobación, y luego, por último, de terror, de horror y de repugnancia.

En una reunión de fantasmas como la que he descrito, era preciso sin duda una aparición del todo extraordinaria para causar tal sensación. La licencia carnavalesca de aquella noche, era, a la verdad, casi ilimitada; pero el personaje en cuestión había sobrepasado la extravagancia de un Herodes, y franqueado los límites -muy amplios, no obstante- del decoro impuesto por el príncipe. Hay en los corazones más temerarios, cuerdas que no se dejan tocar sin emoción. Incluso entre los depravados, entre aquellos para quienes la vida y la muerte son igualmente un juego, hay cosas con las que no se puede jugar. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente el mal gusto y la inconveniencia de conducta y de vestido de aquel extraño. El personaje era alto y delgado y estaba envuelto en un sudario de la cabeza a los pies. La máscara que ocultaba su rostro representaba tan bien el semblante de un cadáver rígido, que el análisis más minucioso difícilmente hubiera descubierto el artificio. No obstante, todos aquellos locos alegres hubieran podido soportar, si no aprobar, aquella burda broma. Pero la máscara había llegado hasta a adoptar el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban manchadas de sangre, y su amplia frente, lo mismo que los rasgos de su rostro, estaban salpicados del horror escarlata.

Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre esta figura espectral -la que, con movimientos lentos, solemnes, enfáticos, como para mejor representar su papel, se paseaba por aquí y por allá entre los que bailaban, se le vio, en primer lugar, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco; pero un segundo después, su frente enrojeció de ira.

-¿Quién se atreve -preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él-, quién se atreve a insultarnos con esa ironía blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascaradle! ¡Que sepamos a quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!

Era en la sala del este, o sala azul, donde se encontraba el príncipe Próspero cuando pronunció estas palabras. Resonaron fuerte y claramente a través de los siete salones, porque el príncipe era un hombre imperioso y robusto y la música había enmudecido a una señal de su mano.

Era en la sala azul donde estaba el príncipe, con un grupo de pálidos cortesanos a sus lados. Primero, mientras él hablaba, hubo entre el grupo un leve movimiento de avance en dirección del intruso, quien durante un momento estuvo casi al alcance de sus manos, y que ahora, con paso deliberado y majestuoso, se acercaba más y más al príncipe. Pero, por cierto terror indefinible que la audacia insensata de la máscara había inspirado a todos los allí reunidos, no hubo nadie que pusiera la mano en ella, aun cuando, sin encontrar ningún obstáculo, pasó a dos pasos de la persona del príncipe; y en tanto que la inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo movimiento, retrocedía del centro de la sala a las paredes, la máscara continuó su camino sin interrupción, con aquel mismo paso solemne y mesurado que la había singularizado desde el principio, de la sala azul a la sala púrpura, de la sala púrpura a la sala verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y de la blanca a la violeta, antes de que nadie hiciera un movimiento decisivo para detenerla.

Fue entonces, cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y de vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis salas sin que nadie lo siguiera, porque un terror mortal se había apoderado de todo el mundo. Blandía un puñal y se había aproximado impetuosamente a una distancia de tres o cuatro pasos del fantasma que se batía en retirada, cuando éste, llegado a la proximidad de la sala de los terciopelos, se volvió bruscamente y afrontó a quien lo perseguía. Sonó un grito agudo, y el puñal se deslizó relampagueante sobre la alfombra fúnebre, donde el príncipe cayó muerto un segundo después. Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, una multitud de máscaras se precipitó a la vez en la sala negra, y, asiendo al desconocido que se mantenía, como una gran estatua, rígido e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, se sintieron sofocados por un terror sin nombre, al ver que no había ninguna forma palpable bajo el sudario y la máscara. Todos reconocieron entonces la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche.

Y todos los convidados cayeron uno a uno en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la postura desesperada de su caída. Y 1a vida del reloj de ébano desapareció con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las Tinieblas, y la Ruina, y la Muerte Roja tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.

La Luz De Las Tinieblas

o soy uno de esos africanos que se avergüenzan de su tierra porque en cincuenta años ha progresado menos que Europa en quinientos. Pero si en algo liemos dejado de avanzar lo de prisa que debíamos, se debe a dictadores como Chaka; y por eso, sólo debemos reprochárnoslo a nosotros mismos. Si la culpa es nuestra, también será nuestra la responsabilidad de remediarlo.

Es más, yo tenía razones más poderosas que la mayoría para desear destruir al Gran Jefe, al Omnipotente, a El-que-Todo-lo-Ve. Era de mi propia tribu, estaba emparentado conmigo por intermedio de una de las esposas de mi padre, y había empezado a perseguir a nuestra familia desde el momento en que subió al poder. Aunque no intervinimos en política, dos de mis hermanos desaparecieron, y otro murió en un inexplicable accidente de automóvil. Mi propia libertad, de eso cabía muy poca duda, se debía en gran medida a que era uno de los pocos científicos del país que gozaban de fama internacional.

Como muchos de mis compatriotas intelectuales, tardé en volverme contra Chaka porque pensé que como les ocurrió a los alemanes en 1930, que también se dejaron llevar por el camino equivocado- hay veces en que la dictadura es el único medio de evitar el caos político. Quizá el primer signo de nuestro catastrófico error fue cuando Chaka abolió la constitución y adoptó el nombre del emperador zulú del siglo XIX, de quien estaba genuinamente convencido que era su reencarnación. A partir de ese momento, su megalomanía fue rápidamente en aumento. Como todos los tiranos, no se fiaba de nadie y se consideraba rodeado de conspiraciones.

Esta convicción tenía sus fundamentos. El mundo conoce al menos seis atentados contra su vida, merced a la publicidad que se les ha dado; pero además hay otros que se han mantenido en secreto. El fracaso de todos ellos hizo que aumentara la confianza de Chaka en su propio destino, y confirmó la fe fanática de sus seguidores en su inmortalidad. Al volverse más desesperada la oposición, las contramedidas del Gran Jefe se hicieron más crueles... y más bárbaras. El régimen de Chaka no ha sido el primero, ni siquiera en África, que ha torturado a sus enemigos; pero fue el primero en transmitirlo por televisión.

Aun así, a pesar del horror y la indignación que esto provocó en el mundo, y la vergüenza que yo sentí, no habría hecho nada si el destino no me hubiera colocado el arma en la mano. No soy hombre 4e acción, y aborrezco la violencia, pero en cuanto me di cuenta del poder que poseía, mi conciencia no me dio tregua. Tan pronto como los técnicos de la NASA tuvieron instalado su equipo y entregaron el Sistema Infrarrojo de Comunicaciones Hughes Mark X comencé a hacer planes.

Parece extraño que mi país, uno de los más atrasados del mundo, juegue un papel capital en la conquista del espacio. Se debe a un puro accidente geográfico, que de ningún modo ha sido del gusto de rusos y americanos. Pero no hay nada que ellos puedan hacer al respecto; Umbala se halla situada en el ecuador, directamente debajo de las órbitas de todos los planetas. Y posee un elemento natural único e inestimable: el volcán apagado conocido con el nombre de cráter Zambue.

Cuando se extinguió el Zambue, hace más de un millón de años, la lava se retiró poco a poco, solidificándose en una serie de terrazas y formando un cuenco de una milla de diámetro y mil pies de profundidad. Fue necesario el mínimo movimiento de tierras, así como la menor longitud de cable para convertirlo en el mayor radiotelescopio de la Tierra. Y debido a que este gigantesco reflector está fijo examina cualquier porción concreta del firmamento tan sólo durante unos minutos cada veinticuatro horas, a medida que la Tierra gira sobre su eje. Este era el precio que los científicos estaban dispuestos a pagar por la posibilidad de recibir las señales que las sondas y las naves emitían desde los mismísimos confines del sistema solar.

Chaka era un problema que no habían previsto. Se había hecho con el poder cuando la obra estaba casi terminada, y tuvieron que avenirse con él como pudieron. Afortunadamente, sentía un respeto supersticioso por la ciencia, y necesitaba todos los rublos y dólares que pudiera sacarles. La Contribución Ecuatoriana al Programa Espacial quedó a salvo de su megalomanía; y desde luego, ayudó a reforzarla.

El Gran Plato había quedado instalado el día que hice yo mi primera visita a la torre que se alza en su centro. Era un mástil vertical de más de mil quinientos pies de altura, el cual soportaba las antenas que confluían en el foco del inmenso cuenco. Un pequeño ascensor con capacidad para tres hombres subía lentamente hasta lo más alto.

Al principio, no había nada digno de ver, aparte del deslucido brillo de la salsera de láminas de aluminio, curvada hacia arriba a una media milla en todo mi alrededor. Pero luego me elevé por encima del borde del cráter y pude ver la tierra hasta una distancia mucho más lejana de lo que yo había esperado. La prominencia azulenca y nevada que emergía de la bruma de poniente era el monte Tampala, el segundo pico más elevado de África, separado de mi por una infinidad de millas de jungla. A través de esa jungla, en las grandes curvas intrincadas, culebreaban las cenagosas aguas del río Nya... la única ruta que millones de compatriotas míos habían conocido. Unos cuantos claros, una línea de ferrocarril y el resplandor blanco y lejano de la ciudad eran los únicos signos de vida humana. Una vez más sentí esa opresiva sensación de desesperanza que siempre me asalta cuando contemplo Umbala desde el aire y comprendo la insignificancia del hombre frente a la jungla eternamente dormida.

Tras un clic, la caja del ascensor se detuvo en el cielo, a un cuarto de milla del suelo. Al salir me encontré en una reducida habitación pertrechada de cables coaxiales y de instrumentos. Aún quedaba un trecho por recorrer, pues una estrecha escala subía, a través del tejado, a una plataforma que tenía poco más de una yarda cuadrada. No era un lugar muy apropiado para quien fuese propenso al vértigo; no había siquiera un pasamanos que sirviera de protección. El cable central del pararrayos daba cierta seguridad, así que me estuve agarrado firmemente a él todo el tiempo que permanecí en esa almadía metálica de forma triangular, tan próxima a las nubes.

La magnificencia del panorama y la euforia de sentir un ligero, aunque omnipresente peligro, me hicieron olvidar el paso del tiempo. Me sentía como un dios, completamente alejado de los asuntos terrenos, superior a todos los demás hombres. Y entonces comprendí, con una certeza matemática, que aquí había un desafío que Chaka jamás podría ignorar.

El coronel Mtanga, su jefe de Seguridad, se opondría; pero sus protestas serían desoídas. Conociendo a Chaka, uno podía predecir con absoluta seguridad que el día de la inauguración oficial estaría aquí, solo, durante un buen rato, dominando su imperio con la mirada. Su escolta personal permanecería en el recinto de abajo, una vez registrado todo por si habían colocado alguna bomba. No podrían hacer nada para salvarle cuando disparara yo desde tres millas de distancia y a través de la cadena de montañas que se extiende entre el radiotelescopio y mi observatorio. Me alegraba de que hubiera montañas por medio; aunque complicaban el problema, me protegerían de toda sospecha. El coronel Mtanga era un hombre muy inteligente, pero probablemente no podría concebir que existiera un arma capaz de disparar en ángulo. Y él buscaría un fusil, aunque no encontraría ninguna bala.

Regresé al laboratorio y empecé mis cálculos. No había transcurrido mucho tiempo, cuando descubrí mi primer error. Puesto que había visto cómo hacía un agujero la luz concentrada del rayo láser en un trozo de sólido acero en una milésima de segundo, supuse que mi Mark X podía matar a un hombre. Pero la cosa no es tan sencilla. En determinados aspectos, el hombre es un material más duro que el acero. En su mayor parte es agua, la cual tiene diez veces la capacidad de calor de cualquier metal. El haz de luz que perfora una plancha de blindaje o lleva un mensaje hasta Plutón -cosa para la que había sido proyectado el Mark X- produciría en el hombre una quemadura dolorosa, pero completamente superficial. Lo peor que podía hacerle a Chaka, desde una distancia de tres millas, era un agujero en la multicolor manta tribal que tan pomposamente vestía para probar que aún se consideraba un hijo del pueblo.

Durante un tiempo casi abandoné el proyecto. Pero no desistiría; instintivamente> sabía que la respuesta estaba allí, y que sólo era cuestión de saber verla. Quizá podía utilizar mis invisibles balas de calor para cortar uno de los cables que sujetaban la torre, con el fin de que se derrumbara cuando Chaka estuviera en lo alto. Los cálculos indicaban que esto era factible si el Mark X actuaba ininterrumpidamente durante quince segundos. Un cable, a diferencia del hombre, no se movería, así que no era necesario aventurarlo todo a un solo impulso de energía. Podía tomarme el tiempo que quisiera.

Pero dañar el telescopio habría sido una traición a la ciencia, y casi me sentí aliviado al comprobar que este proyecto era irrealizable. El mástil tenía incorporados tantos elementos de seguridad que habría sido necesario cortar al menos tres cables para derribarlo. Había que desechar este plan; se habrían necesitado horas y horas de ajustes, así como preparar y apuntar el aparato para cada disparo de precisión.

Tenía que pensar otra cosa; y como los hombres tardan mucho tiempo en ver lo que es evidente, hasta una semana antes de la inauguración oficial del telescopio no supe cómo habérmelas con Chaka. El-que-Todo-lo-Ve, el Omnipotente, el Padre del Pueblo.

A la sazón, mis estudiantes habían coordinado y calibrado el aparato, y estábamos preparados para las primeras comprobaciones a toda su potencia. Al girar en su elevador del interior de la cúpula del observatorio, el Mark X parecía exactamente un gran telescopio de doble cañón reflejo... y, efectivamente, lo era. En uno de ellos, un espejo de treinta y seis pulgadas centraba el impulso del láser y lo enfocaba en el espacio; el otro actuaba como receptor de señales y podía utilizarse también como un visor telescópico superpotente para apuntar el aparato.

Comprobamos su enfilación en el blanco celeste más próximo: la Luna. Ya avanzada la noche, centré los cables en cruz en medio del pálido creciente y disparé un impulso. Dos segundos y medio más tarde se produjo un eco tenue. La cosa marchaba.

Había aún un detalle por arreglar, y tenía que hacerlo yo en absoluto secreto. El radiotelescopio se hallaba al norte del observatorio, al otro lado de la cordillera que nos impedía ver directamente. Una milla al Sur había una montaña aislada. Yo la conocía bastante bien, porque hacía años había ayudado a instalar allí una estación de rayos cósmicos. Ahora sería utilizada para un fin que jamás habría imaginado en los tiempos en que mi país era libre.

Justo debajo de la cima se alzaban las ruinas de un viejo fuerte, abandonado desde hacía siglos. Necesité hacer pocas exploraciones para encontrar el lugar que necesitaba: una pequeña cueva, de menos de una yarda de alta, entre dos grandes rocas que habían caído de las antiguas murallas. A juzgar por las telarañas, hacía generaciones que no había entrado allí un ser humano.

Cuando me agazapé en la abertura pude ver todas las instalaciones del Programa Espacial, que se extendían en varias millas. Al Este se encontraban las antenas de la vieja Estación de Seguimiento del Proyecto Apolo, que había traído a los primeros hombres de la Luna. Más allá estaba el campo de aterrizaje, por encima del cual se cernía un avión de transporte con sus propulsores verticales en funcionamiento. Pero todo lo que a. mi me interesaba era que estuvieran despejadas las líneas de visión desde este lugar a la cúpula del Mark X, y al extremo del mástil del radiotelescopio, tres millas al Norte.

Tardé entre días en instalar el espejo plateado, ópticamente perfecto, en su secreto habitáculo. Los tediosos ajustes micrométricos para dar la exacta orientación tardaron tanto que temí que no estuviera listo a tiempo. Pero al fin salió correcto el ángulo, con un error menor que un segundo de arco. Cuando apunté el telescopio del Mark X al punto secreto de la montaña, pude ver la cordillera que tenía detrás de mí. El campo visual era pequeño, aunque suficiente; el área del blanco tenía una yarda, y yo podía apuntar sobre cualquier pulgada de esa zona.

La luz podía recorrer, en cualquiera de los sentidos, la trayectoria que yo había preparado. Todo cuanto veía por el telescopio visor estaba automáticamente en la línea de fuego del transmisor.

Me parecía extraño, tres días más tarde, estar sentado tranquilamente en el observatorio, con los acumuladores eléctricos zumbando en torno mío, y ver a Chaka entrar en el campo visual del telescopio. Experimenté un fugaz destello de triunfo, como el astrónomo que ha calculado la órbita de un nuevo planeta y luego lo descubre en el punto previsto entre las estrellas. El cruel rostro estaba de perfil cuando lo vi al principio, como si estuviera a sólo unos treinta pies, gracias al aumento máximo que yo utilizaba. Aguardé pacientemente, con serena confianza, porque tenía que llegar el momento que yo sabía: aquel en el que Chaka parecería estar mirando hacia mí. Cuando esto sucedió, cogí con la mano izquierda la imagen de un antiguo dios, que no debe de tener nombre, y accioné con la otra el conmutador que disparaba el láser, lanzando mi rayo silencioso e invisible por encima de las montañas.

Si, era muchísimo mejor así. Chaka merecía la muerte; pero ésta le habría convertido en un mártir y habría fortalecido el dominio de su régimen. Lo que yo le tenía reservado era peor que la muerte, desataría entre sus defensores un terror supersticioso.

Chaka vivía aun; pero El-que-Todo-lo-Ve no volvería a ver ya nunca más. En el espacio de unos microsegundos le había reducido a una condición inferior a la del pordiosero más humilde de la calle.

Ni siquiera le había hecho daño. Porque no se siente dolor cuando la delicada película de la retina se funde por el calor de un millar de soles.

Crimen En Marte

n Marte hay poca delincuencia - observó el inspector Rawlings con tristeza -. En realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí más tiempo, perdería toda mi práctica.

Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espaciopuerto de Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en dirección a la Tierra..., planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían puesto los pies, si bien aún lo llamaban «su patria»

- Al mismo tiempo - continuó el inspector -, de vez en cuando se presenta un caso que presta interés a la vida. Usted, señor Maccar, es tratante en arte, y estoy seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un par de meses.

- No creo - dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por otro turista de regreso.

Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de contrabando por la aduana de Marte...

- La cosa se acalló - prosiguió el inspector -, pero hay asuntos que no pueden mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros... la Diosa Sirena.

- ¡Eso es absurdo! - objeté -. Naturalmente, no tiene precio... pero no es más que un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Mona Lisa.

- Eso ya ha ocurrido también - sonrió sin alegría el inspector -. Y tal vez el motivo fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto, aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor Maccar?

- Muy cierto - aseguró el experto en arte -. En mi profesión, hallamos a toda clase de chiflados.

- Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el robo.

El sistema de altavoces del espaciopuerto dio toda clase de excusas por un leve retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentasen en información. Mientras esperábamos que callase la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte garantizando que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de Cristo (23 D.M.)»

Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía Poco más de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa... y nada más.

Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres inteligentes eran crustáceos... «langostas educadas», como los llamaban los periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.

Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia..., si llegan a obtenerla.

- El plan de Danny era sumamente simple - prosiguió el inspector -. Ya saben ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra. Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la ciudad...

»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías divierten a la gente.

»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban disponiendo una reconstrucción del período del último canal, que por falta de dinero no habían terminado. Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y puso manos a la obra.

- Un momento - le interrumpí -. ¿Y el vigilante nocturno?

- ¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tráfico de entrada y salida de Marte será registrado.

Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin protección moriría en pocos segundos. Y esto facilita las leyes de seguridad.

- Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla... y sólo dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar rastro de su labor.

»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de autenticidad. Listo, ¿eh?

»Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a oscuras, con todos aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante siniestro de noche, pero... es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa, resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no, pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.

»Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no lo inquietaba en absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y salir de allí.

»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia, abandonándolo todo: herramientas, la Diosa... todo.

»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.

»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente había pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.

- Sinceramente, no - objeté -. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y nunca pasé del Syrtis Mayor.

- Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha Internacional...

»Danny planeó el robo desde Meridiano Oeste... Y allí era domingo, claro... y seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.

Hubo un largo momento de silencio.

- ¿Cuánto le largaron? - inquirí al fin.

- Tres años - repuso el inspector.

- No es mucho.

- Años de Marte..., casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra. Naturalmente, no está en la cárcel... pues en Marte no pueden permitirse tales gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene uno. ¿Adivinan quién?

- ¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por favor, recojan sus maletas! - ordenó el altavoz.

Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra pregunta:

- ¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le atraparon?

- Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya no es mi caso. Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos bien abiertos... como un experto en arte, ¿eh, señor Maccar? Oh, parece haberse puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de sus tabletas contra el mareo espacial.

- No, gracias - repuso el señor Maccar -, estoy muy bien.

Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo de cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar y al inspector. Y de pronto comprendí que la travesía sería muy interesante.

Los Negros Fosos De La Luna

l primer domingo después de nuestra llegada a la Luna fuimos a Rutherford. Papá y míster Latham – míster Latham es el agente del Harriman Trust, a quien papá vino a ver a la Luna –papá y míster Latham, digo, tenían que ir a sus negocios. Conseguí que papá me prometiese que me dejaría ir también, porque me parecía la única posibilidad de conocer alguna vez la superficie de la Luna. Luna City es bonito, desde luego, pero os reto a que distingáis un corredor de Luna City de los subterráneos de Nueva York, salvo que, desde luego, se siente uno los pies más ligeros.

Cuando papá entró en nuestras habitaciones del hotel a decirnos que estábamos a punto de marcha, yo estaba sentado en el suelo jugando al boliche con mi hermanito menor. Mamá se había echado y me había pedido que no dejase al pequeño que metiese ruido. Había sentido vértigo durante todo el viaje desde la Tierra y creo que no se encontraba muy bien. El mocoso había estado todo el viaje jugando con las luces, apagándolas y pasando de «penumbra» a «sol del desierto», y vuelta a empezar. Lo agarré por el cogote y lo senté en el suelo.

Desde luego, no juego ya al boliche, pero en la Luna es verdaderamente un buen juego. La bola prácticamente flota y se puede hacer lo que se quiera con ella. Inventamos una serie de nuevas reglas.

–Prepáralo todo, querida –dijo papá –... Nos vamos enseguida a Rutherford. Vamos a preparamos.

–¡Oh, Dios me asista! –dijo mamá –. No creo tener fuerzas para ir. Ve tú y Dicke. «Baby Darling» y yo nos quedaremos tranquilamente aquí.

«Baby Darling» es el mequetrefe.

Hubiera podido decir a mi madre que era un mal principio. A poco me salta un ojo con el palo, y dijo:

–¿Eh? ¿Cómo? ¡Yo también voy! ¡Vámonos!

–¡Oh, no, «Baby Darling»! –dijo mi madre –. No des disgustos a mamá. Iremos los dos al cine.

El crío tiene siete años menos que yo, pero no lo llaméis «Baby Darling» si queréis sacar algo de él. Comenzó a berrear.

–¡Dijiste que podría ir! –chillaba.

–No, «Baby Darling», no te he dicho nada de esto. Te he...

–¡Papá dijo que podía ir!

–Richard, ¿le has dicho al chico que podría ir?

–Pues... no, querida, que yo recuerde, no. Quizá...

–Dijiste que podía ir donde fuese Dickie –cortó el chiquillo en seco –. ¡Me lo prometiste, me lo prometiste, me lo prometiste!... –Algunas veces hay que ceder ante el muchacho; los tuvo allí, chillando sobre quién se lo había dicho o no, hasta que cedieron. En todo caso, veinte minutos después los cuatro nos dirigíamos al cohetepuerto, con míster Latham, y tomábamos el cohete de ida y vuelta de Rutherford.

El viaje no dura más que diez minutos y apenas se ve nada; sólo una vista de la Tierra mientras el cohete está cerca de Luna City, y aun allí ni esto, porque las instalaciones atómicas a las que nos dirigíamos se encuentran en la superficie posterior de la Luna. Eramos aproximadamente unos doce turistas, y la mayoría de ellos enfermaron de vértigo en cuanto emprendimos el vuelo. Mamá también. Hay gente que no se acostumbra nunca a los cohetes.

Pero mamá se encontró inmediatamente bien en cuando aterrizamos y nos metimos dentro. Rutherford no es como Luna City; en lugar de tender un tubo hasta la nave, mandan un vehículo a presión que se adapta a la compuerta de aire del cohete y traslada a la entrada del subterráneo, situada a poco más de kilómetro y medio del campo. Aquello me gustaba y al pequeño también. Papá tuvo que irse a tratar de negocios, con míster Latham y nos dejó a mamá, al pequeño y a mí que nos juntásemos con el grupo de turistas para dar una vuelta por los laboratorios.

No estaba mal, pero no era nada para entusiasmarse. Pero lo que pude ver, una instalación atómica se parece mucho a otra; Rutherford podía muy bien haber sido la instalación principal de las afueras de Chicago. Quiero decir que todo lo que tiene algo de particular está fuera de la vista, oculto. Lo único que se ven son relojes y cuadros de instrumentos y gente que los vigila. Un personal de control remoto, como en Oak Ridge. El guía explica los experimentos que se están realizando y enseñan un poco de cine, eso es todo.

Me gustaba nuestro guía. Se parecía a Tom Jeremy, de Los Patrulleros del Espacio. Le pregunté si era un hombre del espacio, y me miró de una manera extraña y me dijo que no, que no era más que explorador del Servicio Colonial. Después me preguntó dónde había ido a la escuela y si pertenecía a los Boy Scout. Me dijo que era maestro de scouts, Tropa Uno, Rutherford City, Patrulla Moonbat.

Me enteré de que no había más que un Grupo; no había muchos scouts en la Luna, por lo visto.

Papá y mister Latham se reunieron con nosotros en el preciso momento en que terminábamos nuestra visita, mientras míster Perrin o sea, nuestro guía –anunciaba la excursión exterior.

–La visita acompañada de Rutherford –decía, hablando como si se tratase de una lección –incluye una excursión en traje del espacio a la superficie de la Luna sin recargo, visitando el Cementerio del Diablo y el lugar del Gran Desastre de 1984. La excursión –es facultativa. No comporta peligro excepcional alguno, ni hemos tenido nunca ningún herido; pero la comisión exige que firmen ustedes que la realizan bajo su propia responsabilidad, los que se decidan a tomar parte en ella. El paseo dura cosa de una hora. Los que prefieran renunciar a ella encontrarán cines y refrescos en la sala de café.

Papá se frotaba las manos.

–¡Esto está hecho para mí! –exclamó –. Mister Latham, celebro haber regresado a tiempo. No hubiera querido perder esto por nada del mundo.

–Le gustará a usted –asintió mister Latham –, y a usted también, mistress Logan. Estoy tentado de acompañarles también.

–¿Y por qué no lo hace usted? –preguntó papá.

–No, quiero tener los documentos preparados para que el Director y usted puedan firmarlos antes de regresar a Luna City.

–¿Y por qué se toma usted tanta molestia? –insistió papá –. Si la palabra de un hombre no cuenta, un papel firmado no tiene más valor. Puede usted mandármelo por correo a Nueva York.

–No, de veras –dijo míster Latham moviendo la cabeza –. He estado en la superficie docenas de veces. Pero vendré a ayudarles a ustedes a ponerse los trajes del espacio.

–¡Ah, Dios mío! –suspiró mi madre. No parecía que le gustase ir; consideraba insoportable la idea de verse encerrada en un traje del espacio y, además, el resplandor cegador del sol le daba siempre jaqueca.

–No seas tonta, querida –dijo papá –, es la oportunidad de tu vida.

Y míster Latham le explicó que los filtros de los cascos impedían que la luz deslumbrase. Mi madre siempre se queja y después cede. Tengo la impresión de que las mujeres no tienen fuerza de voluntad. Como la noche anterior –la noche terrestre quiero decir, no la del horario de Luna City –se había comprado un traje lunar de fantasía para llevarlo durante la cena en el Belvedere de la Tierra del hotel, empezó a enfriarse. Le dijo a papá que estaba demasiado regordeta para vestirse de aquella forma.

La verdad era que el traje dejaba mucha carne al descubierto.

–¡Qué tontería, querida! –le dijo papá –. ¡Estás encantadora!

Así, pues, al final se lo puso y pasó unas horas deliciosas, especialmente cuando un piloto trató de conquistarla.

Lo mismo ocurrió esta vez. Vino con nosotros. Entramos en el vestidor y dirigí una mirada circular, mientras Perrin ayudaba a todo el mundo a vestirse después de haberles hecho firmar la declaración jurada. En el extremo de la sala había la puerta de la esclusa que daba a la superficie de la Luna, con un ojo de buey en ella y otro similar en la compuerta exterior. A través de ellos podía verse el suelo lunar, con un aspecto brillante e imposible de mirar a pesar de los vidrios ambarinos de ambas aberturas. En la habitación había una doble hilera de trajes del espacio, que parecían hombres vacíos colgados. Yo anduve escudriñándolo todo hasta que míster Perrin se ocupó de nuestro grupo.

–Podríamos dejar al pequeño al cuidado de la encargada del café –le estaba diciendo a mi madre. Tendió una mano y acarició el cabello de mi hermano. El rapaz trató de mordería y él la retiró tan rápidamente como pudo.

–Gracias, mister Perkins –dijo mamá –. Creo que es lo mejor, si bien quizá sería conveniente que me quedase yo también a cuidar de él.

–Me llamo Perrin, señora –dijo míster Perrin sonriendo humildemente –. No será necesario. La encargada se Ocupará de él.

¿Por qué hablará en voz alta la gente mayor delante de los chiquillos, como si éstos no entendiesen nada? Hubieran debido limitarse a meterlo en el café. Ahora el mocoso sabia que lo iban a dejar y miraba a su alrededor en actitud beligerante.

–Yo voy también dijo –. Me lo habéis prometido.

–Escucha, «Baby Darling» –decía mamá tratando de calmarlo –. Mamá querida no te ha dicho... –Pero era predicar en el desierto; el chiquillo iba a argumentos más decisivos.

–Dijiste que podía ir donde fuese Dickie, me lo prometiste cuando me sentí mal. Me lo prometiste, me lo prometiste –, y así una y otra ve; aumentando progresivamente el tono y volumen de la voz.

Mister Perrin parecía embarazado.

–Richard –dijo mamá –, tienes que imponerte con tu hijo. Al fin y al cabo fuiste tú quien se lo prometió.

–¿Yo, querida? –exclamó papá, al parecer sorprendido –. De todos modos, no veo que la cosa sea tan complicada. Supongamos que le prometiésemos, en efecto, llevarlo donde fuese Dickie; pues con que venga con nosotros la cosa está arreglada.

–Temo que no –dijo míster Perrin después de carraspear –. Puedo poner a su hijo mayor un traje de mujer, es bastante alto para su edad; pero para los pequeños no tenemos.

En una palabra, nos encontramos metidos en un lío en menos que canta un gallo. El mequetrefe conseguía siempre hacer bailar a mamá como una peonza. Mamá producía el mismo efecto en mi padre. Este se pone colorado y descarga su cólera sobre mí. Es como una especie de reacción en cadena sin nadie en quien yo pueda descargar mis iras. Llegamos a una solución muy sencilla: yo me quedaría también y cuidaría de la monada de mi hermanito, «Baby Darling».

–¡Pero, papá, me has dicho!... –comencé.

–No importa –cortó él en seco –. No quiero ver a mi familia sostener una querella en público. Ya has oído lo que ha dicho tu madre.

–Oye, papá –dije yo, desesperado, tratando de hablar en voz baja –, si regreso a la Tierra sin haber probado un traje del espacio ni haber puesto los pies en la superficie de la Luna, tendré que buscarme otro colegio. No quiero volver a Laurenceville; no quiero ser la mofa de toda la clase.

–Ya arreglaremos esto cuando lleguemos a casa.

–Pero, papá, me has prometido especialmente...

–Basta ya, muchacho. Terminado el incidente.

Míster Latham no se habla movido de nuestro lado pero no dijo esta boca es mía. Al llegar a este punto, le guiñó el ojo a papá y, pausadamente, dijo:

–En fin, R. J.... ¿Supongo que su palabra es palabra?

Todos fingimos no haber oído estas palabras, porque no es conveniente que papá sepa que sabemos que no tiene razón; no hace más que empeorar las cosas. Apresuradamente, cambié de tema.

–Oye, papá, quizá podríamos salir todos. ¿Y aquel traje de allí? –dije, señalando un traje colgado de un perchero detrás de la reja de una puerta. En el perchero había una docena' de trajes colgados y el del extremo era tan pequeño que los zapatos apenas llegaban al pecho del contiguo.

–¿Eh? –dijo papá, animándose –. ¡Pues claro, exacto! ¡Mister Perrin... un momento! Creía que no tenía usted trajes pequeños, pero allí hay uno que creo servirá.

Papá accionaba ya el picaporte de la puerta enrejada cuando míster Perrin lo detuvo.

–No podemos tocar ese traje, señor.

–¿Eh? ¿Por qué?

–Todos los trajes que están detrás de la verja son de propiedad particular, no se alquilan.

–¿Cómo? ¡Que tontería! Rutherford es una empresa pública; quiero este traje para mi hijo.

–Pues no puede usted utilizarlo.

–Hablaré con el director.

–Temo que se verá usted obligado a ello. Este traje fue confeccionado ex profeso para su hija.

Y eso fue lo que hizo. Míster Latham conectó con el Director por el micrófono, papá habló con él, después el director habló con mister Perrin y volvió a hablar de nuevo con papá. El director no tenia inconveniente en prestar el traje, aunque de todos modos no a papá; pero no daría orden a míster Perrin de que sacase a un chiquillo de corta edad a la superficie.

Míster Perrin se mostraba obstinado y yo no le censuraba. Pero papá le untó las plumas y al poco rato nos estábamos metiendo todos en nuestros respectivos trajes, introduciendo la presión necesaria y el suministro de oxígeno indispensable, y conectando nuestros teléfonos visuales portátiles. Mister Perrin estableció la comunicación por radio, recordándonos que todos estábamos en el mismo circuito y que, por lo tanto, haríamos bien en dejarle hablar a él y no hacer observaciones ociosas; de lo contrario, ninguno de nosotros oiría nada. Después nos metimos en la compuerta de aire y nos recomendó que estuviésemos muy juntos, y que no intentásemos ver a qué velocidad podíamos correr ni a qué altura saltar. Mi corazón latía furiosamente en mi pecho.

La puerta exterior de la compuerta se abrió y nos encontramos en la superficie de la Luna. Era tan maravilloso como yo había soñado, pero era tal mi excitación que de momento no me di cuenta de ello. El resplandor del sol era la cosa más brillante que había visto en mi vida, y las sombras tan negras, que era absolutamente imposible ver nada en ellas. Era imposible oír otra cosa que las voces de la radio, pero podíamos cerrar el interruptor.

La piedra pómez era tenue y nuestros pies la levantaban como humo, fijándose y volviendo a caer lentamente como copos de nieve. Nada más se movía. Era el lugar más muerto que sea posible imaginar.

Seguíamos como en un sendero, muy juntos para hacernos compañía, salvo dos veces en que tuve que correr detrás del rapaz, que había descubierto que podía dar saltos de seis metros. Quise abofetearlo, pero ¿han probado ustedes alguna vez de abofetear a alguien que lleve un traje del espacio? Es inútil.

Míster Perrin nos dijo que nos detuviésemos y Comenzó a hablar.

Se encuentran ustedes ahora en el Cementerio del Diablo. Los picos idénticos que tienen ustedes delante están a mil quinientos metros sobre el nivel de la llanura, y no han sido nunca escalados. Los picos monumentales han sido llamados por los nombres de personajes imaginarios y mitológicos debido a la semejanza de esta fantástica escena con un cementerio de gigantes; Belcebú, Thor, Siva, Cain, Set, etc... –Describió un gesto circular. –Los selenógrafos no están de acuerdo sobre el origen de estas extrañas formas. Unos pretenden ver indicios de la acción del aire y el agua así como de la erupción volcánica. Si es así, estos picos deben de existir desde tiempos incalculables, porque hoy, como pueden ver, la Luna...

Era un discurso como se puede leer cada mes en el Spaceways Magazine, sólo que nosotros lo estábamos viendo, y la cosa cambia mucho, permítanme que se lo diga.

Aquellas cumbres me recordaban un poco las rocas que dominan la cueva del Jardín de los Dioses de Colorado Springs, donde estuvimos el verano pasado, sólo que estos picos eran mucho mayores y en lugar de un cielo azul no hay más que tinieblas y unas estrellas duras y brillantes en todo lo alto. ¡Fantasmagórico!

Con nosotros había venido otro guía con una cámara fotográfica. Míster Perrin trató de decir algo, pero el rapaz había empezado a dar berridos y tuvo que cerrar su radio para que pudiésemos oírle. La mantuve cerrada hasta que mister Perrin hubo terminado de hablar.

Quería que nos alineásemos para sacar una fotografía nuestra en aquellos picos y con el cielo negro como fondo.

–Adelanten los rostros en el casco a fin de que se vean sus facciones. Todo el mundo quedará bien. ¡Listos! –gritó en el momento en que el otro disparaba la máquina –. Las copias estarán listas a su regreso a diez dólares cada una.

Reflexioné. Desde luego, quería una para mi dormitorio del colegio y otra para dar a... bueno, necesitaba otra. De las propinas de mi cumpleaños me quedaban dieciocho dólares, podría sacarle el saldo a mamá. Encargué, pues, dos de ellas.

Trepamos por una larga cuesta y nos encontramos súbitamente delante de un cráter, el cráter del célebre desastre, todo lo que quedaba del primer laboratorio. Se extendía delante de nosotros en una extensión de más de treinta kilómetros, con el suelo cubierto de un cristal brillante verde e hinchado en lugar de piedra pómez. Allí se alzaba un monumento, y leí:

AQUI DESCANSAN LOS RESTOS MORTALES

DE

Kurt Shaeffer

Maurice Feinstein

Thomas Dooley

Hazel Hayahawa

G. Washington Slappey

Sam Houston Adams

MURIERON POR LA VERDAD

QUE HACE A LOS HOMBRES UBRES

El 11 de agosto de 1984

Experimenté una extraña sensación y, retrocediendo, fui a escuchar a míster Perrin. Papá y algunos otros le estaban haciendo preguntas.

–No se sabe exactamente –iba diciendo –, no quedó nada. Ahora telemetramos todos los datos a Luna City a medida que van apareciendo en los instrumentos, pero esto ocurrió antes de que se instalase la línea de relevos ópticos.

–¿Qué hubiera ocurrido –preguntó alguien si esta explosión hubiese tenido lugar en la Tierra?

–No quiero intentar siquiera decírselo, pero por esto pusieron la lápida aquí, en la Luna. –Consultó su reloj. –Es hora de marcharse, señores.

Íbamos todos a dar la vuelta para dirigirnos al sendero, cuando mamá lanzó un grito.

–¡Baby! ¿Dónde está «Baby Darling»?

Quedé impresionado, pero no asustado todavía. El mocoso ése anda siempre rondando de una parte a otra, pero nunca se aleja mucho, porque necesita siempre tener alguien a quien molestar.

Mi padre, que rodeaba a mi madre con un brazo, hizo una seña en dirección a mí con el otro.

–Dick –gritó con voz aguda por el auricular –, ¿qué has hecho de tu hermano?

–¿Yo? –dije –. No me mires así. La última vez que lo vi, mamá lo llevaba de la mano subiendo la colina.

–No vengas con excusas, Dick. Mamá se sentó para descansar y te lo mandó a ti.

–Pues si lo mandó, no vino.

Ante mis palabras, mamá se echó a llorar, desconsolada. Todo el mundo nos había oído, desde luego, pues no había más que un circuito de onda. Mister Perrin avanzó y cerró el micrófono de mamá, estableciéndose un súbito silencio.

–Ocúpese de su esposa míster Logan –ordenó, añadiendo –: ¿Cuándo ha visto usted a su hijo por última vez?

Papá no podía decírselo; cuando trataron de conectar nuevamente el circuito de mamá, lo volvieron a desconectar en el acto. No podía soportarlo y nos ensordecía. Míster Perrin se dirigió a nosotros.

–¿Ha visto alguien al chiquillo que venía con el grupo? No contesten si no tienen algo que decir. ¿Lo ha visto alguien alejarse?

Nadie lo había visto. Yo supuse que se habría escondido cuando todo el mundo estaba mirando el cráter y le volvía la espalda. Así se lo dije a míster Perrin.

–Parece probable –asintió –. ¡Atención todo el mundo! Voy en busca del chiquillo. No se muevan de donde están. No se alejen de este punto. No estaré ausente más de diez minutos.

–¿Por qué no vamos todos? –quiso saber alguien.

–Porque hasta ahora no hay más que un desaparecido –dijo míster Perrin –y no quiero que haya una docena. –Se marchó dando grandes saltos que cubrían quince metros cada uno.

Papa comenzó a irse tras él, pero cambió de parecer, porque mamá súbitamente cayó de rodillas, deslizándose suavemente al suelo. Todo el mundo empezó a hablar a la vez. Un idiota quiso quitarle el casco, pero papá no es ningún imbécil y no lo permitió. Yo conecté mi radio de manera que pude oír, pensar y mirar a mi alrededor sin abandonar el grupo, pero permaneciendo en el borde del cráter tratando de ver cuanto pudiese.

Miré hacia el camino que habíamos seguido para llegar, pues de nada servía mirar hacia el cráter; si hubiese estado allí, lo hubiéramos visto como una mosca en un plato.

Fuera del cráter la cosa era diferente; detrás de una de las rocas se hubiera podido ocultar un regimiento; eran masas rocosas como casas, con enormes agujeros en medio, agujas simas, era un caos. De vez en cuando podía ver a mister Perrin, rondando como un perro tras un conejo, empleando mucho tiempo. Prácticamente volaba. Cuando llegaba ante una gran peña la salvaba de un salto mirando hacia abajo, una vez en el aire, para poder ver mejor.

Después se dirigió nuevamente hacia nosotros y yo volví a cerrar la radio. Se hablaba todavía mucho. Alguien decía:

«Tenemos que encontrarlo antes de la puesta de sol.» Y alguien contestó: «No diga tonterías; el sol no se pondrá antes de una semana. Es su provisión de aire, le digo. Estos trajes sólo sirven para cuatro horas.» Y la primera voz dijo: «¡Oh –y añadió suavemente –: Como un pez fuera del agua...»

Entonces fue cuando empecé a tener miedo.

–¡Pobre, pobre criatura! –dijo la voz de una mujer, compasiva y ahogada. –Tenemos que encontrarlo antes de que se asfixie.

Y la voz de mi padre cortó en seco:

–¡Basta ya de decir estas cosas!

Oí que alguien sollozaba. Podía ser mama.

Míster Perrin estaba ya casi junto a nosotros e intervino:

–¡Silencio! Tengo que llamar a la base. –Y seguidamente dijo –: ¡Aquí, Perrin, llamando a la base... Perrin llamando al control de compuerta de aire!... ¡Perrin llamando al control de compuerta de aire...!

–Diga, Perrin –dijo una voz de mujer.

Él le contó lo que ocurría y añadió:

–Mande a Smythe a que acompañe este grupo de regreso; yo me quedo. Necesito a todos los exploradores disponibles y búsqueme voluntarios entre los más experimentados. Dé órdenes por radio para que salgan enseguida los primeros.

No esperó mucho tiempo, porque llegaron brincando como saltamontes. Debían de andar a setenta u ochenta kilómetros por hora. Debía de ser un espectáculo digno de verse, si no sintiese aquella congoja en mi estómago.

Papá comenzó a discutir acerca del regreso, pero Perrin le hizo callar.

Si no se hubiese usted empeñado en salirse con la suya, no nos encontraríamos metidos en este lío. Si hubiese usted seguido la pista de su hijo no se hubiera extraviado. También yo tengo hijos; no los dejaré nunca salir a la superficie de la Luna mientras no sean lo bastante crecidos para cuidar de si mismos. Usted va a regresar; no puedo asumir la carga de ocuparme, además, de todos.

Creo que papá se hubiera peleado con él si en aquel momento mamá no se hubiese desvanecido de nuevo. Regresamos con el grupo.

Las dos horas siguientes fueron horribles. Las pasamos sentados fuera del cuarto de control, mientras oíamos a míster Perrin dirigir la busca por el altavoz. Al principio pensé que en cuanto hiciesen funcionar el radio detector encontrarían al chiquillo por el zumbido de su energía, aunque no dijese nada; pero no tuvimos tal suerte; no sacaron nada de él. Y los buscadores no encontraron nada tampoco.

Lo peor del caso era que ni mamá ni papá trataban siquiera de censurarme. Mamá lloraba suavemente y papá trataba de consolarla, cuando levantó la vista y me miró con una curiosa expresión. Yo creo que ni tan sólo me vio, pero creí que estaba pensando que si yo no hubiese insistido en salir también, la cosa no hubiera ocurrido.

–No me mires así, papá –dije –. Nadie me dijo que lo vigilase; creí que estaba con mamá.

Papá se limitó a mover la cabeza sin contestar. Parecía cansado y desfallecido. Pero mamá, en lugar de achacarme a mí lo ocurrido y gritar, cesó en sus lloros y consiguió sonreír.

–Ven aquí, Dickie –dijo, rodeándome con un brazo –. Nadie te censura; no ha sido culpa tuya. Recuerda esto, Dickie.

Y así la dejé que me besase y me senté con ellos un rato, pero me sentía peor que nunca. Estaba pensando en el chiquillo, que estaba en algún rincón de por allá, consumiendo su oxígeno. Quizá no era culpa mía, pero hubiera podido evitarlo y me daba cuenta de ello. No hubiera debido confiar en mamá para vigilarlo; no sirve para estas cosas. Es una de aquellas personas que un día perdería la cabeza si no la llevase bien sujeta a los hombros; era como una especie de adorno. Una madre buena, comprenden, no es práctica.

Tomaría la cosa muy mal si el chiquillo no regresaba. Y papá también... y yo. El chiquillo era una verdadera calamidad, pero nos parecería extraño ahora no tenerlo siempre entre piernas. Estaba pensando en la observación: «como un pez fuera del agua».

Una vez rompí casualmente una pecera y todavía recuerdo el aspecto que ofrecían los peces. No era bonito. Si el chiquillo tenía que morir de aquella manera...

Me callé y decidí buscar alguna forma de ayudar a encontrarlo.

Al cabo de un momento estuve convencido de que podría encontrarlo si tan sólo querían dejarme ayudar a buscarlo. Pero no querrían, desde luego.

El doctor Evans, el director apareció de nuevo –nos había acogido cuando llegamos –y preguntó si podía servirnos en algo y cómo se encontraba mistress Logan.

–Ya sabe usted que por nada de este mundo hubiera querido que esto ocurriera añadió –. Hacemos cuanto está en nuestra mano. Voy a ordenar que lancen algunos detectores de metal desde Luna City. Podríamos encontrar al chiquillo por el metal de su traje.

Mamá le preguntó si no podrían utilizarse perros y el director ni tan sólo se rió de ella. Papá propuso helicópteros, después se corrigió y lo dejó en cohetes. El doctor Evans le hizo ver que era prácticamente imposible examinar de cerca el suelo desde un helicóptero.

Yo me lo llevé aparte e insistí en que me dejase tomar parte en la búsqueda. Estuve cortés, pero no me hizo caso, de manera que insistí.

–¿Qué te hace creer que puedes encontrarlo?–me preguntó –. Tenemos en la tarea los hombres más experimentados de la Luna. Temo, muchacho, que te perderías o sufrirías daño si quisieras equipararte con ellos. En estas regiones, si pierdes un instante los jalones de vista, puedes considerarte irremisiblemente perdido.

–Pero, discúlpeme, doctor –le dije –, conozco a ese granuja... quiero decir a mi hermanito, mejor que nadie. No me perderé; es decir, me perderé, pero sólo como se ha perdido él. Puede mandar seguirme por alguien.

El director lo pensó.

–Vale la pena de intentarlo –dijo súbitamente –. Iré contigo. Vamos a vestirnos.

Salimos rápidamente, dando zancadas de diez metros, lo mejor que conseguía hacer, incluso agarrándome el doctor Evans por el cinturón para impedirme tropezar. Míster Perrin nos esperaba. Pareció dudar de mi plan.

–Quizá el viejo ardid de la «mula perdida» salga bien –reconoció –, pero seguiré manteniendo la busca normal a pesar de todo. Oye, pequeño, coge esta lámpara. La necesitarás en la oscuridad.

Me detuve al borde del cráter y traté de imaginar qué haría el chiquillo, si estuviese aburrido y quizá un poco vejado por la falta de atención hacia él. ¿Qué haría, entonces?

Comencé a bajar la pendiente, sin dirigirme a ninguna parte, en la forma como lo hubiera hecho un chiquillo. Entonces me detuve y mire atrás, para ver si papá, mamá y Dickie se habían fijado en mí. Me seguían, desde luego; el doctor Evans y míster Perrin estaban detrás de mí. Fingí no darme cuenta y seguí adelante. Estaba ya cerca del primer amontonamiento de rocas v me agaché detrás de la primera que encontré. No era lo suficientemente alta para ocultarme, pero hubiera ocultado al pequeño. Me pareció que era lo que debió de hacer; adoraba jugar al escondite, lo convertía en el punto de atracción.

Reflexioné. Cuando el pequeño jugaba al escondite, su instinto era siempre esconderse debajo de algo, una cama, un sofá o un automóvil, incluso bajo la fregadera. Miré a mi alrededor. Había una gran cantidad de buenos sitios; las rocas estaban llenas de agujeros y cavernas. Comencé a examinarlas. Parecía no haber esperanzas, debía haber centenares de sitios semejantes por aquellos alrededores.

Míster Perrin se acercó a mí mientras salía a gatas del cuarto escondrijo.

–Los hombres han lanzado destellos de luz a todos estos sitios –me dijo –. Me parece que es inútil, pequeño.

–O. K. –dije, pero seguí mi trabajo. Sabía que podía llegar a rincones a los que no tenía acceso un hombre mayor; sólo esperaba que el muy granuja no hubiese encontrado un sitio al que yo no pudiese llegar.

Proseguí mi trabajo; empezaba a tener frío y calambres y me encontraba terriblemente cansado. La luz directa del sol es abrasadora en la luna, pero al cabo de un segundo en la sombra hace frío. Bajo aquellas rocas jamás experimenté el menor calor. Los trajes que nos dan a nosotros los turistas están bastante bien aislados, pero el extraaislamiento reside en los guantes o zapatos y asiento del pantalón, y me pasaba la mayoría del tiempo de barriga al suelo, serpenteando para meterme en sitios extraños.

Estaba tan entumecido que no podía casi moverme y toda mi parte delantera era como, hielo. Por otra parte, aquello me daba otro motivo de preocupación: y el chiquillo, ¿no estaría frío también?

Si no me hubiese acordado del aspecto de aquellos peces y de que quizá el muchacho estaría ya frío antes de que yo pudiese llegar a él, hubiera abandonado la partida. Estaba vencido. Por otra parte, asusta mucho meterse en aquellos agujeros, no sabe uno nunca lo que puede encontrar en ellos.

El doctor Evans me agarró del brazo, sacándome de uno de ellos, y, juntando su casco al mío, oí su voz directamente.

–Será mejor que lo dejes, muchacho, te estás extenuando y no has cubierto ni un acre de terreno. Yo lo aparté. El sitio siguiente era una pequeña depresión de menos de un palmo de profundidad. Dirigí la luz al fondo, pero estaba vacío y no parecía llevar a ninguna parte. Entonces vi que formaba un recodo. Me eché al suelo y lo inspeccioné. El recodo se extendía más lejos, bajando. No creí útil profundizar más, porque el pequeño no hubiera podido serpentear muy lejos en la oscuridad, pero me metí un poco más adelante y enfoqué la luz.

Vi una bota que salía.

Eso fue todo. A poco destrozo mi casco al salir, pero arrastraba al muchacho tras de mí. Estaba blando como un gato y su expresión era curiosa. Míster Perrin y el doctor Evans me rodearon al salir, dándome palmadas en la espalda y gritando.

–¿Está muerto, míster Perrin? –pregunté cuando pude recobrar el aliento –. Parece estar muy mal.

–No –dijo míster Perrin, moviendo la cabeza –, veo el pulso latir en su garganta. Exposición y shock; pero su traje estaba especialmente construido... volverá en sí pronto.

Tomó el chiquillo en sus brazos y yo emprendí el camino tras él.

Diez minutos después el rapaz estaba envuelto entre mantas, tomando un cacao muy caliente. Yo tomé también un poco. Todo el mundo hablaba a la vez y mamá lloraba, pero aquello era normal, y papá se había largado.

Quiso extender un cheque para míster Perrin, pero éste lo rechazó con un gesto.

–No quiero recompensa alguna; es su hijo quien lo ha encontrado. Sólo puede usted hacerme un favor...

–Diga –dijo papá, todo almíbar.

–Abandone la Luna. No pertenece usted a ella; no es usted del tipo aventurero.

Papá aceptó el consejo.

–Se lo he prometido ya a mi mujer –dijo sin pestañear –. No tiene usted que preocuparse por ello.

Al marcharse seguí a mister Perrin y le dije particularmente:

–Míster Perrin, sólo quería decirle que volveré, si no le importa.

Me estrechó las manos con efusión y contestó:

–Ya lo sabía, muchacho.


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